¿Es la ficción un juego?
El extraordinario éxito de la trilogía de “El Señor de los Anillos” nos hace pensar en el poder de la ficción. Como es sabido, este monumento cinematográfico está basado en la obra del mismo nombre publicada por J. R. Tolkien en 1955. Uno no puede menos de sorprenderse de la fuerza de los símbolos que mana sin cesar de las páginas o escenas de esta epopeya impresionante.
Detrás de ello, sin embargo, hay algo más que una imaginación fecunda. Pocos saben que Tolkien creó literalmente una lengua, con su gramática y su vocabulario, para esta obra. Y de hecho, lograr coherencia entre tantos centenares de páginas y decenas de personajes no es exactamente lo que uno llamaría un “juego.” Con todo, el carácter lúdico tampoco se ausenta nunca. Hay algo de diversión y de placer en eso de transformar el mundo poniendo los árboles a caminar o diseñando universos “a la carta.”
¿Es la ficción un puro juego? Lo podríamos preguntar también a C. S. Lewis, autor de las Crónicas de Narnia, colección de escritos de la misma época que El Señor de los Anillos (1950-1955). En ambos casos tenemos adultos con una sólida preparación intelectual y un dominio absoluto de la lengua (inglés, en ambos casos) que escriben literatura “infantil” en una primera mirada pero que luego resulta tener un gran impacto entre la población “adulta.” De hecho, ante Tolkien o Lewis uno puede preguntarse si no hay más seriedad de la que pensamos en los niños o si no debería haber más imaginación de la que creemos en el mundo de los grandes.
El caso de Lewis nos invita a dar un paso más en nuestro análisis. Dado su trasfondo cristiano tan intenso, de confesión anglicana, muchos han descubierto en las Crónicas de Narnia una especie de alegoría que predica el mensaje de Jesucristo en el pentagrama de la literatura llamada de ficción.
La idea merece ser tomada en cuenta por dos razones muy fuertes, a lo menos: primero, porque la ficción empalma muy fácilmente con medios de comunicación masivos, como lo demostró la puesta en cine de la trilogía de Tolkien; esto no sucede de la misma manera con otras formas de expresión de la fe, como decir, un tratado o un sermón. El que no va a que le digan sermones seguramente si va a que le cuenten una “historia.”
En segundo lugar, hay momentos en que Lewis prácticamente hace para nosotros una parábola. El león, la bruja, el bosque, pasan a ser algo más que personajes para niños. Uno puede pensar que las parábolas del evangelio son también ficciones, son también danzas de palabras y juegos de cosas que nos prestan el invaluable servicio de dejarnos ver el mundo de otra manera.