Amar y Jugar
El amor, sobre todo el amor de pareja, ha sido comparado también con un juego. No en el sentido pobre y empobrecedor de “jugar con alguien” (eso ni siquiera sería humano) sino en el de describir las tácticas, estrategias y aventuras que implica aquello de conquistar o de ser conquistado.
Es difícil y de poco sabor imaginar el amor sin esa dimensión de cierta maniobra y sutileza. En las sociedades donde esto no existe la unión de la pareja queda reducida a la prosa de una transacción comercial: deseo esto y pago por ello.
Se ha dicho que en el amor de pareja hay tres aspectos: el deseo, el romance y el apego. He leído que incluso cada uno de esos aspectos acontece en zonas distintas del cerebro, de modo que pueden darse con relativa independencia, sobre todo en el cerebro masculino. Otra cosa que parece cierta es que circunstancias como por ejemplo la edad influyen en qué aspecto toma la delantera: a veces será el deseo, otras el romanticismo, otras la necesidad de compañía y de dependencia mutua. Idealmente, en un matrimonio se dan las tres, aunque supongo que no exactamente al mismo tiempo.
El juego acompaña cada una de estas fases, creo yo. Sin algo de “juego” el deseo se convierte en posesión, satisfacción y deshecho, más o menos como sucede en las especies animales. Esa parte de jugar un poco, en cambio, hace que cada uno se sienta siempre sujeto, a la vez que se sabe objeto deseable y deseado.
Lo romántico tiene su dimensión de juego como lo demuestran todos los cambios de nombres que se dan los enamorados, hasta llegar casi a crear un lenguaje para ellos solos. “Gordis,” por dar sólo un ejemplo corriente en Colombia, es una palabra que juega con un aspecto de la otra persona (su gordura o su flacura). También las exageraciones, que son un modo de jugar con el universo, están a la orden del día (o de la noche) para los enamorados románticos. “Te traería esa Luna, mi amor,” dice él, volviendo a fantasías de primera infancia. El mundo se vuelve “playground,” campo de juego: se distiende, se relaja, se puede jugar con él, moviendo estrellas y viajando a velocidades que avergonzarían a Einstein. Si lamentablemente el romance termina, la Luna queda allá bien atornillada en la noche. El juego ha acabado.
Parecería que la parte del apego es demasiado seria para meterla en estos esquemas de juegos pero no es así. La mayor parte de las discusiones y “peleas” entre aquellos que felizmente han cumplido muchos años de convivencia. Ese lenguaje de palabras y ceños fruncidos, con cambios de voz y tono de rezongar no es serio en realidad, o por lo menos, no lo es la mayor parte de las veces. Es sólo un modo de indicar cuánto hay de común y de recordar con buen humor que alguna vez se era independiente de esa otra persona.