El Enemigo
Es interesante ver cómo las luchas religiosas entre cristianos modelaron el concepto de religión que tiene Europa y un poco por extensión el resto de Occidente. Más interesante aún ver cómo ese concepto resulta particularmente inadecuado para afrontar algunos grandes problemas y retos que la misma civilización europea encuentra ahora mismo. En efecto, lo que no sabían ni católicos ni protestantes era que con sus batallas estaban dando pecho a una criatura artera: el agnosticismo.
Era casi inevitable. Dado que unos y otros se asociaron con el poder, los poderosos algún día tenían que descubrir que mandarían más a sus anchas sin rendir cuentas a nadie. El surgimiento de las naciones va paralelo a la idea de un gobierno aséptico a la religión. Nacen de aquí dos cosas: la idea de que la religión no debe tocar la esfera pública sino sólo circunscribirse a los gustos privados, más o menos como la marca de desodorante que cada quien prefiera, si prefiere alguno. Y surgió también la manera de vender esa privatización de lo religioso a través de la doctrina (verdadero dogma) de la separación entre Iglesia y Estado.
El correr de los años mostró adónde llevarían estos gobiernos nacionales o nacionalistas: era preciso controlar a la Iglesia, acotarla. Los hombres que esto hicieron no tenían la talla espiritual de un Lutero ni los anhelos reformistas de un Calvino. Tenían una tarea práctica y la abordaron metódicamente tras las huellas de los Ilustrados. Los cristianos de ambos lados empezaron a ver –y siguen viendo– cómo la religión queda confinada a la irrelevancia, de modo que ya hay quienes consideran que incluso se le puede borrar de la historia: no ha hecho nada en Europa, según eso.
A medida que pasa el tiempo los católicos y los nacidos de la Reforma vamos despertando –o por lo menos es de desear que despertemos. Algunos signos exteriores pueden servir de alarma oportuna.
Una, la más evidente, es el Islam. Sólo cuando nos encontramos con una teocracia (real o aparente, es otra cosa) descubrimos la limitación de nuestro concepto de religión. ¿No es en el fondo una gran incoherencia que alguien pueda decir de corazón “¡Jesús es mi Señor!” y luego tenga que añadir: “Pero esto no debe ser proclamado públicamente…”? Los católicos, por lo menos en papeles y documentos, siempre hemos defendido el reinado público de Cristo (de ahí, de hecho, la fiesta de Cristo Rey), pero, ¿hemos sido coherentes en llevar a la práctica esa profesión de fe? ¿Y qué dirán ciertamente los protestantes? ¿Sí va de acuerdo con la Biblia el concepto de “fe privada” que campea en la Europa del Tercer Milenio?
Lo cierto es que Turquía está a las puertas de la Unión Europea. Y aunque sea políticamente incorrecto decirlo en voz alta (y pública), todo el mundo sabe que los temores a su ingreso no son solamente por los factores de crecimiento económico o los derechos humanos. Se trata de millones de personas que no han bebido el concepto de religión que es moneda corriente en la Europa del Occidente y que ciertamente no lo van a asimilar. A cualquier cristiano, de la confesión que sea, que le quede un poco de amor por Jesús le duele y lo llama a celo lo que los musulmanes quieren darle a Alá: el mundo entero.