Santa Catalina y el Ecumenismo
Para el lenguaje del pacifismo es “herejía” lo dicho aquí: que hay que encontrar no sólo qué nos une con los demás cristianos, positivamente, sino: a qué enemigos comunes debemos enfrentarnos. Descubrirlos supone que nuestros enemigos no son los que herejes sino las herejías. Más aún: no son las herejías en su conjunto sino aquello que en ellas es falso y dañino, en primer lugar para quienes las sostienen.
La lógica consecuencia es que para el ecumenismo necesitamos la actitud humilde de quien tiene algo que aprender del hereje, unida a la actitud compasiva de quien sabe cuánto sufrimiento y privación de bienes ha padecido el que se apartó. La falta de humildad nos hace creer que ya lo sabíamos todo, y la falta de compasión revela que acaso quisiéramos lo que ellos tienen si se pudiera impunemente.
Hay un pacifismo fácil que quisiera que simplemente quitáramos la palabra herejía y que todo quedara reducido a opiniones. Ese pacifismo, nieto bien crecido del librepensamiento y discípulo aprovechado del agnosticismo, no nos seduce porque quita no sólo el amor por la verdad, que en realidad está inscrito a fuego en el corazón humano, y el amor a la humildad y la compasión, que son legítimos hijos de la pasión por la verdad.
No: la solución no es ahogar el amor por la verdad sino purificarlo en los caminos de una postura humilde y compasiva, es decir, una postura que parte de la verdad de la vida y que no se contenta con la verdad de la doctrina. Si algo hay que reprochar a la actitud católica no es su amor por la doctrina sana, que ya venía bien recomendada desde las Cartas Pastorales del Nuevo Testamento, sino su falta de amor a la verdad de la vida, o lo que Catalina de Siena llamaba el santo conocimiento de sí mismo. Sobre la base de ese conocimiento surgen la oración, la humildad y la misericordia.