De camino hacia el respeto
Para mucha gente el movimiento ecuménico no debería existir. Sobra, simplemente. Según ellos, la Iglesia Católica tiene en sí todo y lo único sensato que puede hacer un hereje es dejar su error y volver al redil. A los católicos, por consiguiente, sólo nos concierne resistir cualquier halago o amenaza que pretenda movernos de nuestra verdad, de modo que con paciencia podamos ver la caída de los herejes o su retorno humilde al rebaño verdadero.
Esta postura queda bien correspondida por otras posiciones análogas que se dan en otros cristianos. De hecho, para “separarse” de la Iglesia de Roma )y de ahí viene el nombre “secta”, del verbo latino “secare,” cortar), aquellos cristianos tuvieron que pasar por el proceso de descalificar a esa Iglesia y creer además que en ellos sí estaba o podía estar la autenticidad perdida. Uno que esté convencido de esto difícilmente verá como un avance volver al punto de donde se desprendió porque a su entender aquel desprenderse tuvo una razón muy legítima.
Sobre tales antecedentes lo que se puede esperar es lo que de hecho hemos visto en abundancia: desprecio mutuo y agresividad verbal e incluso física. Este ambiente malsano se empeora aún más cuando entran factores extrareligiosos, de orden económico o político por ejemplo. Desde la Reforma misma, en toda Europa la discusión teológica o bíblica corrió paralela a la intriga política, la tenencia de tierras, la conquista de puestos y privilegios, la expropiación de capillas, la calidad de la educación e incluso, a veces, la elección de esposa o esposo.
No todo radicaba ni radica entonces en la interpretación de unos versículos o en la consideración abstracta sobre qué puede lograr y qué autoridad tiene la propia conciencia. En ese sentido, quedarnos con la idea de que hay que encontrar versículos más “contundentes,” argumentos “tumbativos” o razones “irrebatibles” es un proyecto destinado de entrada al fracaso. Ciertamente, una gran parte de los creyentes de lado y lado pueden pensar que las discusiones un día las ganará alguien (“la doctrina sana” dirán los católicos; “el poder de la Palabra” dirán los nacidos de la Reforma). Mucho me temo que aunque tales diálogos tienen su importancia son sólo una de las muchas dimensiones del problema.
Y un elemento más: tenía que llegar una etapa distinta, después de que se había derramado estérilmente mucha sangre derramada de parte y parte (por cierto, casi siempre se recuerda más la parte católica y para ello, como en conjuro, se pronuncia la palabra “Inquisición”). Esa etapa distinta vino marcada por el respeto a las creencias del otro. Pero este respeto, que tuvo el poder de frenar las masacres y acallar las guerras de religión trajo también dos graves consecuencias, a manera de efectos colaterales: el surgimiento de la privacidad como valor casi supremo y la consiguiente entrega de la esfera de lo social a las fuerzas del agnosticismo, que por cierto esperaba esa oportunidad hacía mucho tiempo.