Celebré la noche de Navidad en el Convento de Santo Domingo. Había niños. Muchos niños. Muchísimos, de todos los tamaños y colores. Parlanchines, risueños, indisciplinados: niños-niños. Presidió el P. Olvani y tuve el gusto de concelebrar la Misa con el P. Pardo, a quien tanto le debo desde los orígenes mismos de mi vocación sacerdotal y dominicana.
La experiencia de esa multitud de chiquillos me dejó más de un pensamiento y reflexión. Ver la curiosidad y alegría de ellos cuando la imagen de Jesús recién nacido se llevó al pesebre, por ejemplo. Puede ser algo superficial pero también es hermoso porque muestra el ansia secreta del corazón humano que se maravilla ante el milagro de una nueva vida y especialmente ante el don de un amor que nos desborda.
Pensaba también en el ruido. El Padre Olvani predicó bien sobre la lógica del amor como superación de la lógica del poder. Y yo sentía pesar porque los chicos hablaban todo el rato. En sí mismo no es bueno que sean dispersos o ruidosos en la iglesia, pero por otro lado recordaba la mayor parte de las iglesia en Europa, tan vacías de niños y tan llenas de ese silencio que uno no sabe si es sepulcro o hibernación. Si tuviera que escoger y no hubiera más opciones, me quedo con el desorden de la vida y no con el orden perfecto de los museos donde todo está ya muerto.
Fue bello ir al Convento nuestro y desde allí orar por todos. ¡FELIZ NAVIDAD!