Para no equivocarnos: Una mirada hacia delante
Vamos a mirar con los ojos de la mente una sociedad del futuro, sellada genuinamente por la fe cristiana: algo que con mucha probabilidad no verán estos ojos de nuestro cuerpo. ¿Qué encontramos?
En esa sociedad cristiana por convicción veríamos que los niños reciben una catequesis seria y razonablemente completa en sus escuelas y parroquias; los sacerdotes, a su vez, han recibido en el Seminario una formación espiritual, intelectual, pastoral y humana que les da los elementos fundamentales para cultivar su propia vida interior, mantenerse al tanto de los acontecimientos del mundo, y actualizar y afianzar periódicamente sus principios y conocimientos básicos de teología. Movidos de celo por la evangelización, intentan, a través de los medios tradicionales o modernos, cuidar del bien espiritual de los que ya creen y atraer a los que se sienten dudosos en la fe o distantes de la vida de Dios.
Las comunidades religiosas, afianzadas en sus propios carismas y siguiendo con fervor de espíritu sus propias reglas y constituciones, son testimonio pluriforme de la gracia del Espíritu Santo. Sus obras de evangelización y de misericordia dan un toque de novedad inagotable, que deja ver la riqueza del Evangelio y que invita a experimentar la seducción de la Divina Gracia.
Delante de estas comunidades llenas de vida, los obispos se esfuerzan en mantener viva la llama de la fe y en alentar a todos los que sirven de modo particular al Evangelio, empezando desde luego por sus presbíteros y diáconos. Reconocidos como hombres de oración y como incondicionales del Evangelio, predican a tiempo y a destiempo, defendiendo especialmente los intereses de los más pequeños y cuidando que a todos llegue con abundancia el Pan de la Palabra.
Sin embargo, todos saben por quiénes palpita con más fuerza el corazón de estos sucesores de los apóstoles: por las nuevas vocaciones. Son incontables los desvelos y es admirable la solicitud de estos obispos por su seminario, aunque bien es verdad que ello no les impide atender a las múltiples necesidades de todo su clero, con particular solicitud para con los sacerdotes que están pasando por momentos de dificultad, son de edad avanzada, se hallan enfermos, o están en mala condición económica.
Las familias viven su fe de manera sencilla y a la vez profunda. El ritmo de su parroquia o de las comunidades de fe que frecuentan va acompañando y marcando el ritmo de su propia vida. Los niños pronto aprenden que la fe, la esperanza y el amor son realidades vivas y que inciden en las decisiones que la familia toma. Los jóvenes encuentran que lo mejor de sus fuerzas y de sus talentos es requerido frente a un mundo que ofrece tantas posibilidades pero que también entraña riesgos y engaños. Los ancianos maduran a la luz serena de la oración la sabiduría que han ido recogiendo y participan discreta pero significativamente en la vida de la familia y de la sociedad.
Este cuadro no es una fantasía. Sucederá, y yo pienso que sucederá de nuevo en Europa; aunque el camino sea largo. El error, el último error, sería pretender verlo mientras vivimos aún en esta tierra.
El ideal de vida de la Iglesia es siempre nuevo y a la vez siempre el mismo. En su hermosa sencillez refleja el acto bello, de inagotable amor, por el que el Padre envió su Hijo al mundo, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna.