Décimo Error: Reemplazar a los sacerdotes con otro tipo de personas
Casi desde que inicié el camino de la vida religiosa he escuchado este argumento: “Es absurdo que en lugares donde no hay sacerdote se impida que un laico presida la eucaristía. ¿Por qué privar de la celebración central y fuente de nuestra fe a esa pobre gente sólo porque falta un cura?” Es decir: solucionemos la escasez de sacerdotes con laicos.
Otras veces la cosa se plantea en términos del celibato: solucionemos la escasez de célibes con hombres casados que sean ordenados. O en términos de género: solucionemos la rigidez y el autoritarismo típicamente masculinos con sacerdotisas. O en términos prácticos: solucionemos la escasez de buenos confesores con terapistas y psicólogos.
¿Qué tienen en común todas estas “soluciones”? Que miran al sacerdote como un funcionario; literalmente, alguien que realiza unas funciones. Si no las puede o quiere realizar o si no hay el personal suficiente para realizarlas, pues se aplica el principio de subsidiariedad y que sean otros quienes lo hagan. Esto parece tan lógico a sus defensores que lo contrario se les antoja no sólo erróneo sino de todo punto sospechoso: “¿Por qué no quieren que haya sacerdotisas? ¡Por el inveterado machismo!”; “¿Por qué no quieren que haya sacerdotes casados? Porque el celibato acrecienta las propiedades y el capital de la Iglesia-Institución”; etc.
Ahora bien, las “soluciones” de que hablamos no están en el mismo rango. No es lo mismo que un laico presida la eucaristía a que la Iglesia autorice la ordenación sacerdotal de hombres casados. Esto segundo podría darse como un cambio en la disciplina eclesiástica para las comunidades católicas de Occidente, y aunque supondría un largo proceso de adaptación, no entrañaría contradicción con la enseñanza teológica vigente, lo que sí sucede con el caso de la presidencia de la eucaristía.
Sin embargo, y para efectos de nuestro tema, yo diría que, más incluso que los argumentos como tales, lo que aquí pesa es el modo de argumentar, un modo que en mi opinión conlleva un grave error en la concepción de la vida y el ministerio de los sacerdotes. Lo que está en juego es si el sacerdote es el responsable de unas funciones y actividades deducidas de la vida de una comunidad preexistente o si es partícipe del acto por el cual la Iglesia misma nace a partir de la transmisión de la fe que viene de los apóstoles.
El error es imaginar una comunidad que antecede al sacerdote y que por tanto goza de potestad para darse sus sacerdotes, los cuales en la práctica no serían tales sino “encargados,” “coordinadores” o “responsables.”
En Europa es muy intenso el sentido de lo que es una “función.” El ideal democrático humanista supone personas iguales que realizan funciones diversas. La función queda desligada del ser de la persona porque todo lo que cambie el ser implicaría desigualdad, y por consiguiente reconocimiento de una autoridad intransferible sobre la cual los representantes democráticamente elegidos ya no tendrían poder efectivo: el Estado no puede “deshacer” la ordenación válida hecha por el obispo. Se trata, pues, de un asunto de poder: cómo someter al Estado democrático todo lo que suceda en los perímetros de la nación.
Y en este punto es interesante recordar que son varios los intentos de control que el Estado ha pretendido sobre los sacerdotes: desde la persecución abierta del comunismo que conduce hacia Siberia hasta los muros empinados del neocapitalismo que confinan en la irrelevancia, pasando por las “Iglesias Nacionales” (Galicanismo) y los varios intentos de confiscación de bienes o extinción de comunidades religiosas (Liberalismo decimonónico).
Se ve, pues, que aquello de cambiar al sacerdote volviéndolo laico, mujer o casado, no es sino un episodio más de esta larga lucha del Estado democrático por encerrar en su puño todo lo que tenga influencia social extensa. Sería un grave error permitírselo.