Octavo Error: Encerrarnos en los Grupos Piadosos
Por no sé qué razón el término “grupo piadoso” tiene un tono despectivo que yo realmente quisiera evitar. Debo mucho a la piedad, no sólo por mi propia familia sino también por el contexto de los grupos de oración de la Renovación Carismática, que fue el ambiente en que nació y se fortaleció mi vocación a la vida religiosa y el sacerdocio.
Y sin embargo, veo un peligro en aquello del dicho inglés, “predicar para el coro,” es decir, quedarnos recirculando un mismo lenguaje y reciclando unos mismos recursos emocionales. Tal cosa sería traicionar la vocación misionera que es esencial de la Iglesia.
La piedad es buena y necesaria. Sin el calor de espíritu, sin el ambiente de familia, sin la fuerza de esperanza que trae la piedad, no hay palpitación, no hay ritmo en la vida de la Iglesia. Una comunidad desprovista de piedad es como una casa hecha sólo de hierro y cemento: puede sostenerse en pie pero nadie querrá vivir en ella. El peligro estriba en sentirse uno tan confortable que no quiera ser confrontado. Es la tentación de quedarse en la casa para no soportar el viento y el frío de la noche.
Es más cómoda la sacristía; son más cómodas las sonrisas que ya conocemos y las confesiones que ya sabemos absolver; es más cómodo dejar que los demás piensen como quieran con tal de que nos dejen reunirnos como sabemos y donde sabemos. Y ya que sucede que nada quiere tanto este mundo democrático de cuño laicista sino que la religión se vuelva un asunto privado, nosotros le hacemos la segunda voz y le seguimos el juego convirtiendo nuestra religión en eso: un asunto privado. Ese es el peligro de encerrarse en la piedad.
Fernando Savater, declarado ateo, una vez comparó a los que gustan de los ritos religiosos con los que son aficionados a las carreras de caballos. Le estamos dando la razón cada vez que nos conformamos con existir como creyentes sólo dentro de los parámetros de una rutina diseñada al milímetro para no entrar en conflicto con las leyes estatales ni con lo “políticamente correcto.”
Vana ilusión. El Estado se mete a la casa: legisla que se puede abortar, que mis vecinos pueden ser parejas homosexuales supuestamente aptas para adoptar niños y que el dinero de mis impuestos se usará para enseñar laicismo y promiscuidad en las escuelas. ¿A qué país del mundo tendríamos que ir para no padecer el acoso de campañas que apunten a esos fines? Doloroso en extremo reconocerlo: en estos aspectos nos llevan ventaja las teocracias musulmanas.
Pero no vamos a ser musulmanes. La solución será distinta y requerirá de paciencia, fortaleza y probablemente algunos mártires. Si lo público se mete a legislar así sobre lo privado, lo privado tendrá que hacerse valer frente a lo público. Esto significa hacer presencia activa o incluso beligerante allí donde usualmente no nos quieren o donde es arduo y costoso mantenerse: las cátedras, los medios de comunicación, las cámaras legislativas, los despachos judiciales, las mesas directivas.
Pero el reto no es sólo entrar a tales círculos. Si bien lo miramos, hay mucho de deseable y de seductor en cada uno de esos lugares, porque son lugares de poder. Y las mieles del poder pueden apartarnos del acíbar de la Cruz. No es difícil conseguir que algunos católicos estén en cátedras o curules prominentes; lo difícil es que estando allí no se olviden de la piedad ni tampoco renieguen del Nazareno que se vistió de humillaciones y de llagas para salvarnos.
Además, la tarea no es sólo para los nuevos líderes católicos, ¡es para todos! No es complicado organizar algunas protestas o recoger algunas firmas; lo complejo es que los que protesten en las calles, cuando hayan vuelto a sus casas dejen, por ejemplo, de consumir la telebasura que les envenena; porque la verdad es que en este mundo definido por el mercado nada serio se logra sin tocar los ingresos de los que lucran de la debilidad de todos. Hay que dañarles el negocio, no a fuerza de leyes, en primer lugar, sino haciendo uso organizado del poder que tenemos los consumidores: no consumir. Nuestro recurso más fuerte es el veto. Pero ponerlo en práctica, de modo que lo sientan los bolsillos de los que quieren que nos comamos sus ideas y sus productos, exige tiempo, disciplina y algo más.
Exige, en últimas, no encerrarnos en el círculo cómodo de los piadosos aunque sin abandonar nunca la piedad. Y exige más aún. Hay que construir organizaciones católicas amplias, lideradas por hombres y mujeres llenos de honestidad y diligentes en la búsqueda de su propia santidad, que estén acompañados y dirigidos por pastores llenos de luz y de celo por el Evangelio. Tales organizaciones habrán de unir tres cosas: una formación espiritual y humana sólida, el uso de su poder de veto y un enfoque positivo capaz de proponer sin cansancio el Evangelio en su pureza y su alegría. La meta, aunque nos llamen carcas y oscurantistas, es una sociedad cristiana en alma y cuerpo. No hay otro modo de afirmar en serio que Jesús es el Señor.