Sexto Error: Fiarnos demasiado de la apologética y los argumentos
Para un temperamento tan racional como el mío fue duro al principio admitir que la Biblia no le da tanta importancia a la capacidad de argumentar ni a la presentación de razones. Un texto representativo es 1 Tim 1,3-4:
“Como ya te rogué al irme a la región de Macedonia, quédate en Éfeso, para ordenar a ciertas personas que no enseñen ideas falsas ni presten atención a cuentos y cuestiones interminables acerca de los antepasados. Estas cosas llevan solamente a la discusión y no ayudan a conocer el designio de Dios, que se vive en la fe” (Versión de Dios habla hoy).
Más fuerte tal vez es otro texto de esa misma Carta: “Si alguno enseña una doctrina diferente y no se conforma a las sanas palabras, las de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido y nada entiende, sino que tiene un interés morboso en discusiones y contiendas de palabras, de las cuales nacen envidias, pleitos, blasfemias, malas sospechas, y constantes rencillas entre hombres de mente depravada, que están privados de la verdad, que suponen que la piedad es un medio de ganancia.” (1Tim 6,3-5)
Las dos cosas que parecen claras a partir de estos dos pasajes son: que las discusiones no ayudan a conocer el designio de Dios y que de ellas sólo nacen divisiones y blasfemias. Otros pasajes incluso añaden más cosas, igualmente descalificantes: de las discusiones nada de provecho ni de valor vendrá (Tit 3,9).
El problema es que cuando contempla la hermosura y coherencia de nuestra fe católica y se siente capaz de exponerla muy fácilmente entrará en discusiones con los que no creen en Dios o con los que se han separado de Cristo o de la Iglesia. Para consuelo nuestro, hemos de saber que el mismo apóstol Pablo, aquí citado, gastó mucho de su tiempo, inteligencia y fuerzas en largas discusiones. De modo que si al final de su carrera las descalifica tan resueltamente es porque está hablando desde su propia experiencia.
En efecto, Pablo discutió tanto con judíos como con griegos. Con los primeros tratando de persuadirlos de que las promesas hechas a los patriarcas y por medio de los profetas tenían su cumplimiento en Cristo. Esto no funcionó muy bien pues su conclusión personal está bien resumida en la escena de Hch 13,45-46:
“Cuando los judíos vieron la muchedumbre, se llenaron de celo, y blasfemando, contradecían lo que Pablo decía. Entonces Pablo y Bernabé hablaron con valor y dijeron: Era necesario que la palabra de Dios os fuera predicada primeramente a vosotros; mas ya que la rechazáis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles.”
Con los griegos o “gentiles” no le fue mucho mejor, por lo menos en lo que respecta a discusiones. El ejemplo más conocido es el de Pablo en Atenas (Hch 17), cuando después de su magnífica pieza oratoria poco o nada logra, además de unas burlas en tono blasfemo.
Todo esto no quiere decir que la razón no pueda servir a la causa de la fe. Santo Tomás de Aquino da la medida, pienso yo, cuando indica que la razón ayuda a mostrar la incoherencia de los ataques contra la fe y sirve también para exponer mejor y más ordenadamente la fe a los que ya creen. Como se ve, no se trata de “demostrar” nada ni de ganar a la gente con argumentos sino sencillamente de “quitar obstáculos” como dice el Doctor Angélico.
Una Iglesia empeñada en evangelizar no puede fiarse mucho de la potencia de sus razones, no porque ellas no sean poderosas sino porque el único poder que cambia los corazones y abre a la fe es el poder del Espíritu Santo. Creer, incluso cuando ha precedido alguna apologética razonable, es siempre un milagro.