Segundo error: Apelar a una rutina juiciosa y seguir como si nada pasara
Otros ven las cosas de un modo menos trágico y más estoico. Su consigna es “Sigamos haciendo bien lo que sabemos hacer bien. La tormenta pasará y la gente volverá.”
Hay un núcleo valioso de esperanza y de deseo de fidelidad en estas palabras pero también hay riesgo de miopía ante los signos de los tiempos. Cuando los cristianos fueron expulsados de Jerusalén hubieran podido quedarse en ciudades pequeñas y menos problemáticas como Jericó y allí esperar a que “pasara la tormenta.”
No fue eso lo que hicieron ellos. Asumieron el momento con energía y se sintieron impelidos a predicar en otros lugares porque recordaban bien las palabras de Cristo: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Así que asumieron el momento y empezaron a predicar en toda Judea y Samaria, y pronto iniciaron misiones hacia los confines del mundo conocido.
Otro ejemplo bíblico que viene al caso es aquel de las consignas que Cristo da a sus misioneros. Es interesante lo que advierte el Señor cuando los misioneros experimentan fracaso. Dice: “Y cualquiera que no os reciba ni oiga vuestras palabras, al salir de esa casa o de esa ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies” (Mt 10,14). Evidentemente es un gesto de despedida, y esto no es ni mucho menos obvio. Jesús hubiera podido decir: “Si no os reciben, quedaos con disimulo y discreción hasta que vengan mejores tiempos.” No hizo eso. Los invitó a salir de ahí.
Otro pasaje del mismo capítulo de Mateo indica algo parecido: “Seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ése será salvo. Pero cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra; porque en verdad os digo: no terminaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del Hombre” (Mt 10,22-23). Yo destacaría de ese texto que si nos cierran una puerta, procedemos con la siguiente. Lo que no cabe es imaginar cristianos repitiendo el mismo gesto, tocando la misma aldaba, ante una puerta que no quiere abrirse. Somos humildes pero eso no quiere decir que tengamos que persuadir a fuerza de humillarnos y rogar a la gente que se convierta. No nos están haciendo un favor con su conversión.
Miremos, a partir de una escena, cuál fue la práctica más común en los Hechos de los Apóstoles. Sucedió en Antioquía de Pisidia: “Los judíos instigaron a las mujeres piadosas y distinguidas, y a los hombres más prominentes de la ciudad, y provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé, y los expulsaron de su comarca. Entonces éstos sacudieron el polvo de sus pies contra ellos y se fueron a Iconio. Y los discípulos estaban continuamente llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hch 13,50-52). No se quedaron alegando, ni defendiéndose, ni esperando mejores tiempos: “se fueron a Iconio.” A veces creo que la Iglesia debería recuperar agilidad para ser capaz de dejar lugares, estilos, estrados. No es la Iglesia la que tiene que rogarle al mundo que le preste atención. ¿No habrá por ahí muchas “Antioquías de Pisidia” que hay que dejar con alegre desembarazo y gozosa marcha?
Con todo, este principio de “agilidad” debe aplicarse con discernimiento y sabiduría. Sería erróneo sacar conclusiones como la que sigue: “Puesto que la gente no reza el rosario, intentemos conciertos de rock metálico.” La idea no es cambiar la propuesta a ver qué termina gustando a los “clientes.” Pero tampoco es cambiar de gente y quedarnos eternamente con la misma estrategia de evangelización. No se trata de danzar en torno a las mismas personas ofreciéndoles unas cosas y otras, ni se trata de anclarse a los mismos estilos repitiéndolos rutinariamente ante distintos públicos. Se trata de ser libres de los destinatarios, porque no requerimos de su aprobación, y libres de los modos y propuestas porque en ellas no estriba la salvación.