Entre los descubrimientos interesantes de hallarse en una nueva cultura y una nueva lengua está el encontrar también un nuevo elenco de autores y obras. Entre estos cuento a un teólogo dominico inglés, Herbert McCabe, a quien admiro por su manera de plantear las cosas con un máximo de claridad y un mínimo de jerga y tecnicismo. Por cierto, falleció no hace mucho, el año 2001.
Sus papeles póstumos contenían numerosas reflexiones y desarrollos que nunca vieron la luz y que se irán publicando poco a poco; pero ya ha salido una obra, God Still Matters (Dios aún importa), en la que se publica una antología de artículos suyos sobre Trinidad, Cristología y Sacramentos principalmente.
Mi admiración por su estilo no ha decaído pero hoy lamento lo que me encontré en God Still Matters. Por razones que desconozco, McCabe habla de Dios (God) como una “She”: una “ella.” Me da la impresión de que no es un uso consistente, es decir, creo que él en realidad alterna entre el “he” y el “she” tal vez por llevar muy literalmente hasta sus últimas consecuencias aquello de que en Dios no hay género.
Al poner un signo de interrogación sobre esa opción del respetado McCabe ya corro el riesgo de que de inmediato se me proscriba como misógino, homófobo y retrógrado, por tomar sólo tres esdrújulas. Pero asumo el riesgo. Creo que en el lenguaje no es lo mismo hablar de Dios como un “él” o como una “ella.” Y pienso que los argumentos fáciles que se esgrimen, como aquellos pasajes en los que Dios habla en términos maternales, no son suficientes para abordar el tema en la perspectiva mejor: esta clase de cosas no pueden manejarse por estadísticas ni por reglas y excepciones.
Si los pronombres fueran intercambiables, los géneros mismos lo serían. Dios nos hizo a su imagen, y su imagen no está completa ni en el varón ni en la mujer, pero eso no se soluciona diciendo que podemos usar cualquiera de los dos como si estuviera completo o no necesitara de la referencia del otro. Lo que Dios dice de sí mismo en el varón no es lo mismo que dice de sí en la mujer, y lo contrario.
En rigor de términos, esto implicaría que deberíamos reservar un pronombre, que obviamente no sería neutro ni andrógino, para hablar de Dios. Lo neutro y lo andrógino son negaciones de la riqueza que brota de la diferencia de géneros; y esta diferencia apunta a una riqueza aún mayor, que es la que subsiste en Dios mismo.
Al hilo de tales reflexiones, uno comprende por qué los judíos llegaron en épocas a preferir no pronunciar el Nombre de Dios, el famoso tetragrama YHWH. Vemos en efecto, que no hay una solución perfecta para nombrar a Dios y de acuerdo con eso tiene algún sentido no nombrarlo.
Pero la Biblia lo nombra, y nuestra fe no brota de unos versículos sino del conjunto de la vida y a revelación que nos llegan por la Palabra y por el pueblo al que esa palabra ha sido confiada. La única opción, pues, es, en primer término, reconocer la inadecuación de nuestro lenguaje, y en segundo término, tratar de minimizar esa inadecuación siguiendo lo que la Biblia nos enseña, aunque yendo más allá de la materialidad de las estadísticas y las excepciones.