Ha muerto Francoise Sagan, autora de Buenos días, Tristeza.
Escribió esta, su obra más conocida y vendida, cuando contaba 19 años de edad. Se trata del primer best-seller de la postguerra europea y también una especie de breviario del existencialismo de mediados del siglo XX.
Recuerdo la primera vez que me encontré con ese título, que para mí es una poesía en sí mismo: “Buenos días, tristeza.” La obra en sí no me gusta tanto como el título. La obra, me atrevo a aventurar, no dice tanto como sigue diciendo o sugiriendo ese título. (Por cierto, alguien debería organizar un concurso de títulos de libros y ensayos…)
Pero volviendo a Sagan, cuyo verdadero apellido no era ese sino Quoirez, hay consenso en que sus obras tanto de literatura como de teatro reflejan bien su propio drama, propio además de millones de personas: hiperactivismo y soledad.
Francoise Sagan es el retrato y en cierto modo el oráculo temprano de un mundo que aprendió a agitarse sin llegar a cambiar. Es la interacción continua sin transformación real. Es la sonrisa que no llega a dar calidez al rostro; el abrazo que no cobija; el sexo que no une; la poesía que finalmente descubre que sólo puede cantarle… a la nada.
Resulta así la paradoja de un mundo repleto de medios y ausente de fines. Incapaces de reposo y hastiados de sí mismos, los humanos se debaten entre pasiones de corto plazo y preguntas de larguísimo alcance.
Es notable que una persona pueda dedicar su vida entera a dar vueltas en torno a una misma paradoja, como encerrada en un planteamiento que asfixia en su repetición. ¡Cuánto genio desperdiciado! En efecto, dos cosas permanecen ausentes de ese mundo existencialista: la alegría de darse, de entregar genuinamente a los demás algo de nosotros mismos, por una parte; y el descanso de saberse creatura, por otra.
De fondo, es la ausencia del amor –del amor más allá de la pasión– lo que pienso que hace que la tristeza reine y salude diciendo ya desde la mañana: Buenos días.