Hace poco fui a hacer turismo por Dublín. ¿Lugar de destino? Una antigua prisión, Kilmainham. ¿Prisión? Sí, como se oye. Turismo en una prisión donde lo que vas a escuchar es un relato conmovedor de sufrimiento y heroísmo, hasta visitar las celdas en que pasaron su última noche muchos de los próceres de la República de Irlanda, antes de ser ejecutados en la horca o ante el pelotón de fusilamiento.
El sufrimiento hace parte de Irlanda; la ha tejido y madurado tanto como el verde precioso de sus llanuras o el rumor gratísimo de sus aguas. Yo diría que en general los irlandeses conocen el precio de cada cosa, porque todo les ha costado. Nadie valora tanto el sueño como quien sabe de cansancio y nadie aprecia tanto la fuente como el que se muere de sed.
No olvidemos que la peor catástrofe de Europa en el siglo XIX fue la Hambruna que se cargó más de un millón de vidas en este suelo, y obligó a emigrar a cerca de un millón y medio de personas. La mayor parte de ellas fueron a los Estados Unidos de América, lo cual fue su salvación, aunque también ocasión de discriminaciones y privaciones sin cuento. Duele decirlo pero aquella era la época en que algunos lugares ponían letreros que decían: “No Dogs, No blacks, No Irish,” es decir: no se admiten ni perros, ni negros ni irlandeses. Estábamos a décadas de Abraham Lincoln y a un siglo de Martin Luther King…
Las luchas por lograr la independencia del Imperio Británico y el hambre no son los únicos dolores que han forjado a este país. Irlanda ha sido vista como la cenicienta por una gran parte de Europa, y de hecho, son las ayudas de la Comunidad Europea las que han transformado radicalmente el panorama económico que hoy se ve y se siente. Antes de esa inyección la pobreza y su largo cortejo de males azotaron largamente a los irlandeses, que además tuvieron que soportar ser vistos por sus vecinos ingleses como ciudadanos de segunda o como gente de menor valía.
Se puede preguntar por qué este aspecto del dolor, los complejos y el sufrimiento me atrae. Son varias razones. No cabe duda de que la experiencia de sufrir nos hace más humildes, solidarios, maduros y trascendentes. Por constaste, quienes viven siempre en la despreocupación de la abundancia tienden fácilmente a la soberbia, la insensibilidad, la superficialidad y el materialismo, como de hecho vemos que sucede en toda Europa (¡sin que Irlanda sea ahora mismo una gran excepción!)
Sin embargo, la Historia tiene su peso y las lecciones aprendidas a tan alto precio modelan muy a fondo el alma de una nación. Esa alma me gusta.