Hace veinte años visité por primera vez la Basílica de San Pedro. Ayer volví. De nuevo en verano, de nuevo Roma, de nuevo la capilla del Santísimo. Y, bueno, de nuevo el llanto, ese llanto incontenible y suave, esas lágrimas que San Agustín describió como nadie, como baño que lava el alma y trae una fuente al corazón.