En julio de 1984, hace veinte años, llegué por primera vez a Roma. Veníamos de vuelta de la Olimpiada Internacional de Matemáticas celebrada en Praga. Yo no fui concursante aquella vez sino coentrenador. Llegados a Roma, encontré una ciudad que para mi gusto era muy caliente, desordenada y lejana. Lo único que quería hace veinte años era satisfacer la curiosidad de ver al Papa.
Pero el Papa, que ya era Juan Pablo II, no estaba en Roma, porque había ido a su residencia de verano, en Castelgandolfo. Sin embargo fuimos al Vaticano con algunos de los compañeros colombianos de aquella Olimpiada. Había un chico entusiasta de la meditación zen, varios agnósticos, algún ateo… no recuerdo que ninguno fuera expresamente católico. Yo mismo estaba en la época de mi vida más fría religiosamente hablando. El llamado al sacerdocio que había sentido unos cuatro años antes había quedado arrumado en algún rincón de los recuerdos anodinos. Sin embargo, el tiempo que llevaba asistiendo al grupo de oración “Espíritu Santo” en mi parroquia en Bogotá estaba haciendo su obra maravillosa y poco a poco Dios tomaba de nuevo su lugar, el que nunca debió perder.
Era el verano de 1984 y ahí andaba yo paseando bajo las gigantescas bóvedas de la basílica de san Pedro, más frío que indiferente ante tanta estatua. Pensaba en lo ridículo de tantos Papas que antes de morir querían asegurarse una especie de inmortalidad dejando su efigie en alguna columna de la inmortal basílica. “¡Qué insensatez!”, pensaba, “pedirle inmortalidad a una piedra.”
En tal estado de ánimo me encontré una capilla lateral en donde no reinaba la bulla sino el silencio. No más flashes ni cámaras. Sólo gente en silencio o de rodillas, orando con recogimiento y amor. En el centro de tal capilla, una inmensa custodia y en el centro de ese centro, Jesucristo Eucaristía.
Me senté. Después me arrodillé. La gente estaba en silencio, pero algo maravilloso, un murmullo sobrenatural, como la voz de un río profundo, se dejaba sentir. Yo tenía diecinueve años y muchos números y estudios de ciencias en la cabeza. No sabía qué me pasaba. Sólo sentía que allí había VIDA. Sentía que voces de lejanos confines vencían a los aires y las lenguas y se hacían presentes allí, en inexplicable y bellísimo intercambio de amor con el Señor de todos. Sentía que aquella custodia era como una antena que recogía los dolores y angustias del mundo entero y que enviaba torrentes de gracia, consuelo, sabiduría y fortaleza a todos. Supe que Jesús estaba vivo, que reinaba en su Santa Iglesia, más allá de todos los errores y pecados de los hombres. Entendí que él vence todas las barreras y que su Nombre es dulce y santo. Lloré sin poderme contener. Me sentí amado sin límites, entendido sin límites, impulsado y guiado más allá de todos los límites y de todas las palabras. Cuando llegué a Colombia, hace veinte años, de pocas cosas estaba seguro, menos de una: voy a ser sacerdote católico.
El amor de Dios lo hizo posible.