La luz recibe elogios y la noche tiene sus poetas; falta quien cante a la penumbra.
Canto más que justo, porque penumbra es la mayor parte de nuestra vida en esta tierra. ¿De cuántas cosas estamos absolutamente ciertos? ¿De cuántas aguas dijimos, en cambio, que no íbamos a beber? Entre la certeza completa y la duda completa, la mayor parte de la vida es penumbra. Deseablemente, un viaje hacia la claridad, pero precisamente, en cuanto viaje, no es llegada ni puerto, sino camino y… penumbra.
La penumbra es como la matriz de la luz. Es peligroso estar demasiado convencidos; es peligroso dudar demasiado de todos. El que confía en todo o el que no cree nada, el que se fía de todos o el que no le cree a nadie, todos ellos han dado su perfil a los tiranos y psicópatas. Un tirano no tiene preguntas ni entra en dudas: considera que lo falta es obrar, y a eso se dedica. Los resultados son conocidos.
Necesitamos gente que reconozca que ama la luz pero que no la tiene. Necesitamos gente poseída por la luz más que poseedora de la luz.
Por otra parte, es un hecho que, hablando en general, los extremos no son amigos del pensamiento: una vida de extremo placer o una de extrema necesidad no suelen ser el terreno para la filosofía. De hecho, una pregunta que tendrá que hacerse esta Europa próspera es cómo avanzar en la prosperidad y la seguridad sin perder los dones propios de la profundidad y la solidaridad. Reconocerlo es no declararse en la luz, o por lo menos, declararse rodeado de las sombras.
En otro sentido, recordemos de la Historia el caso de la Ilustración. Para aquellos hombres había llegado el tiempo de la luz. Se sintieron capaces de declarar oscuros los tiempos en que la fe reinaba porque eran tiempos que habían aplazado el arribo de la diosa Razón, que tendría por misión y potestad arrojar toda aquella oscuridad. El resultado de tanta certeza fue el despotismo laicista que todavía deja sentir su garra en tantos lugares de esta culta Europa.
Sin olvidar que en la Iglesia ha pasado otro tanto, aunque sea de otro modo: los excesos más grandes han salido de mentes brillantes, agudas, sistemáticas… y demasiado convencidas. Detrás de una convicción total fácilmente viene un totalitarismo.
Desde luego, el problema no es la convicción sino de qué está uno convencido. El tema teológico de fondo aquí es: ¿qué significa crecer en la fe? Asegrar la fe puede parecer sencillo, puede parecer que es asunto de asegurar la doctrina, o la diciplina, o la liturgia, pero creo que es más que eso. La fe tiene una dimensión de desapego, de libertad, de puesta en marcha, como se ve en el caso prototipo, que es Abraham. Crecer en la fe, entonces, implica, crecer en el desapego, y esto conlleva una cierta capacidad de relativizar lo que no debe ser absoluto, de aligerar el equipaje y de saber empezar muchas veces.
Una Iglesia robusta en la fe no tiene que ser una Iglesia más pesada, ni más legislada, ni más recargada, sino quizá una Iglesia más capaz de abrirse a nuevos espacios y de comenzar de modo nuevo en nuevas circunstancias.