Hace una semana estábamos recordando con toda la Iglesia la muerte dolorosísima de Cristo en la Cruz. El ambiente es totalmente distinto hoy, impregnado con el perfume de la Pascua. Sin embargo, la Pascua misma es un momento para mirar a la muerte, ya vencida, y mirar cada uno su propia muerte, que Cristo ha de vencer.
Por distintas razones, el tema de la muerte ha estado próximo a mi historia personal desde la más temprana infancia. Estando en primero elemental murió un compañero mío de clase; uno de mis amigos de la secundaria murió el año en que nos graduábamos y otros tres por lo menos han fallecido también. En mi familia han dejado una huella imborrable tías muy amadas que murieron jóvenes: Lida, por parte de mamá, y Doris, por parte de mi papá. Lida fue además mi madrina de bautizo, y fue la primera persona en que pensé el día de mi ordenación, hace ya algo más de 12 años. Mis abuelos han fallecido todos y por lo menos un par de veces he estado envuelto en accidentes que hubieran podido ser fatales. Después de uno de ellos, recuerdo que Nohora de Triviño me dijo: “Para algo te salvó Dios la vida, Nelson.” Ella colaboraba en la coordinación del Grupo de Oración Espíritu Santo donde dio sus últimos hervores la decisión de hacerme sacerdote. Cuando ese accidente, que fue en bicicleta, otra persona comentó: “A Pablo lo derribaron del caballo, ¡y a ti de la bicicleta!“
Todo eso para decir que la expresión muy franciscana, Hermana Muerte, me suena increíblemente familiar.
La verdad es que a estas alturas veo mi vida en la tierra como un prólogo, según la expresión de algún pensador, creo que francés. No aspiro a riquezas, ni cargos; me han gustado los aplausos pero ya desconfío demasiado de ellos. La experiencia me ha convencido que la imagen de la pelota de tenis termina siendo cierta: cuando te lanzan hacia arriba, ¡espera el golpe de la raqueta! Por eso no me gusta cuando la gente dice grandezas y bellezas sin límite sobre el sacerdocio o sobre la obra que uno está haciendo. Muy a menudo todos esos elogios se convierten en obligaciones de responder a expectativas formidables. Y cuando no das la talla, cuando por algún motivo decepcionas, la crítica se vuelve implacable. Ya me ha pasado que quienes mucho aplaudían después descubrieron que yo era lo que en realidad soy, un miserable pecador, y entonces consideraron que era su deber murmurar y exagerar a diestra y siniestra. Por eso prefiero la gente que ni aplaude demasiado ni critica demasiado.
Sé que voy a morir. Me identifico espontáneamente con los cuadros medievales que muestran a los santos contemplando una calavera, símbolo de la muerte. ¡Cómo es de importante mirar nuestro destino, no con desesperación, pero sí con realismo, única base posible de la verdadera esperanza! Saber que el tiempo se agota, que los días pasan, que, como decía aquel elocuente jesuita, “la flecha que ha de alcanzarte, ya fue disparada.“
Mucha gente sólo ve el aspecto negativo y deprimente en la muerte. Yo pienso que es una misericordia inmensa de mi Dios que yo tenga tanta fe en la vida eterna. Él se compadezca de mí y me conserve esa fe, unida a una firme esperanza.
No significa que yo quiera morirme ya. Sé que Santa Teresa de Jesús llegó a cantar su “¡Muero porque no muero!” No llego yo allá ni mucho menos. No sé si escandalizo a alguien, pero hay cosas que quisiera acabar, dejar terminadas. Quisiera terminar las predicaciones para cada día litúrgico; quisiera tener la experiencia de compartir más a fondo y más personalmente muchas de las intuiciones que he recibido, sobre todo en este último tiempo. Echo de menos mis clases con los frailes estudiantes. Quisiera servir de modo más concreto a mi país. Me gustaría también ver que Dios ha respondido algunas de las peticiones que hemos hecho en familia, y que por ahora parecen como en suspenso…
Pero amo el Cielo. Y al Rey de los Cielos. Y a la Reina de los Angeles. ¡Mucho!