Queridos hermanos,
Se aproximan ya los días que con toda razón llamamos �santos.� ¡Cuánto me alegra compartir con ustedes por un momento los sentimientos que me invaden, recordando tantas experiencias de fe en Colombia y a la vez teniendo ya en frente mi primera Semana Santa en Irlanda!
Chiquinquirá, Barranquilla, Ocaña, Medellín, Villavicencio, Campodós, y desde luego, en Bogotá, nuestro Convento de Santo Domingo y el Monasterio de Santa Inés son algunos de los lugares que de inmediato me vienen a la memoria. Creo que tres imágenes, sobre todo, me llegan con fuerza: el sagrario, con la reserva eucarística, el Jueves Santo; la cruz, desnuda, poderosa e impotente a la vez, frente al que todo lo que puede; y luego, el sepulcro, cargado de silencio y de todas nuestras culpas, bien grabadas en la carne del Hijo de Dios.
Algunos de ustedes no oirán estas palabras cuando sean leídas en la asamblea, y ello por una buena razón: estarán en misiones. Es un fruto grande y bello que Dios le ha dado a Kejaritomene: después de recibir con avidez y con gozo el pan de la Palabra, muchos sienten ya la urgencia de compartir lo que han recibido. Y aunque no todos los que quisieran ir a predicar pueden siempre hacerlo, para mí es motivo de orgullo y de gozo ver que nuestra gente se echa el morral o la mochila a la espalda, se arma de una buena Biblia y sale a las calles y campos a contar que el amor está vivo. Desde aquí, desde la noche y el frío de una leve llovizna que lava las calles de Dublín, los bendigo con cariño y con gozo: ¡vayan, vayan con ánimo! ¡Vayan en el Nombre del que no miente, del que nunca falla, del que a todos sana! ¡Vayan y canten y cuenten que hay Uno Santo, Uno Inocente, Uno lleno de toda hermosura que por compasión al mundo soportó duro castigo, que no merecía! ¡Dios bendiga a los misioneros de Kejaritomene, y a todos los que predican según el corazón de la Iglesia la verdad del Evangelio!
La alegría de Santo Domingo, que sabía cantar cuando iba de camino, ha de ser nuestra música en esta Semana Santa. Hay muchas razones para la tristeza, no lo niego: la sangre de tantos inocentes en Madrid, o en los campos de Colombia; la sangre de los abortados y de los que han muerto en accidentes absurdos o evitables; la sangre de los que caen en campos de batalla o desfallecen por falta de alimento o medicinas… El mundo es un lugar cargado de violencias; no lo negamos. Cristo tuvo ante sus ojos ese mundo. Cristo miró con ojos arrasados en llanto ese mundo, tan desagradecido por los bienes recibidos, y tan urgido de perdones, consuelos y luces. Y por dar vida a ese mundo, que bien conocía, quiso mezclar su Sangre con tantas otras sangres. La Sangre del Hijo de Dios, se mezcló, para bendecirla, con la sangre de los hijos de los hombres. ¡Esa es la Semana Santa!
Y esa es también nuestra Pascua. Sonreímos no porque el mundo sea bueno sino porque Uno, el Único Bueno, Cristo Jesús, amó hasta el extremo y siendo justo derramó su vida en gotas de sangre para dar vida a los injustos. Cantamos, no porque el mundo sea un lugar de paz, sino porque la victoria del Crucificado es también la derrota del odio que engendra sin cesar guerras y contiendas.
Viene de inmediato la pregunta: Y si tal hizo Cristo, ¿por qué siguen las batallas y siguen muriendo inocentes? Es un enigma serio y no hay respuestas fáciles para él. Tal vez nos convenceríamos más fácilmente del Evangelio si viéramos ya realizada la obra del Reino de Dios, floreciendo aquí y allá en uno y otro continente. Entonces podríamos VER que el Evangelio funciona y podríamos señalar con el dedo una tierra o un país y decir: �Mira, ¡ahí está el Reino de Dios!� Cristo, sin embargo, nos previno en contra de esta perspectiva que es tan simplista como errónea. �No digan el Reino de Dios está aquí,� advirtió Nuestro Señor (Lucas 17,21). ¡Qué misterio tan hondo! ¡Tanto trabajar Él por la llegada del Reino, tanto suplicar en cada Padrenuestro la llegada del Reino, y estar prohibidos de decir �El Reino ha llegado�! ¿No es algo intrigante, en verdad?
Y sin embargo, tiene una lógica profunda. Cristo nos invita a trabajar y sobre todo a orar por la llegada del Reino, pero no quiere que confundamos al Reino de Dios con nada, con ninguna cosa, institución, persona, escuela teológica, método pastoral, éxito apostólico, obra de arte, sentimiento compartido. El Reino es y debe ser siempre el RETO; es el gran llamado, es aquello que sólo Dios abarca porque sólo cabe en la carne glorificada de Jesucristo. El Reino, mis amigos, es y debe ser siempre el REGALO; es el don que viene empapado de Espíritu, como tierra que amanece bendecida por el rocío de lo alto.
Caminemos, pues, con gozo, contemplando a Cristo, amando a Cristo, obedeciendo a Cristo y predicando a Cristo.
Abrazos a todos, ¡Feliz Pascua!
Fr. Nelson Medina, O.P.