Los temas raciales, étnicos y culturales están hirviendo en Europa, aunque con la olla tapada. Aquí en Dublin, por ejemplo, tienen actividades varias veces al año en contra del racismo. Una cosa buena, en sí misma, pero también un indicativo de la conciencia que hay de un problema que va caminando como en subterráneo, y que tendrá que hacer erupción en algún momento.
Yo me atrevería a decir que el asunto no es solo de razas. En el fondo es la contradicción interna del racionalismo de la Modernidad, que, por una parte, se supone que es aséptico, abstracto, universal, siempre válido, pero, por otra parte, es un instrumento de dominación y como tal introduce diferencias y flujos específicos en el mercado de divisas, en la producción de tecnología y por lo tanto en el tránsito de los seres humanos mismos.
No es la única paradoja que veo padecer a esta Europa Occidental. Está el tema mismo de la democracia. Como bien anota Zizek, hemos dejado a la democracia lo político-nominal, mientras que lo económico-real se gesta y transita por otros linderos. La gente es libre de elegir presidente de la república, pero no presidente del banco que determinará los intereses y amortizaciones para sus próximos 30 años. De este modo, los sistemas europeos, que presumen de ser más democráticos, sólo pueden negociar entre sí y con el mundo después de pedir permiso a los gurúes de la economía y a los señores del dinero. Tales gurúes y señores no son elegibles; simplemente existen y se van pasando el cetro de una oficina a otra y de una convención a otra.
Añadamos a ello el tema de la secularización. Precisamente este semestre tengo esa materia entre las clases que recibo. Ser laico, o mejor, laicista, deshacerse, desembarazarse del pesado manto del cristianismo, es casi una obsesión para muchos europeos. Que alguien sea explícitamente creyente es apenas soportable para los que le rodean; y si se pretende no solo serlo sino testificarlo, la cosa pasa de la paciencia al reclamo. Con otras palabras: la religión es el nuevo tabú, en el sentido original de la palabra. Algo que no se toca, no se menciona; algo que sólo puede existir en la privacidad.
Cosa que es chistosa, porque la democracia y la racionalidad deberían hacer abiertos y accesibles todos los temas. De hecho, hay un placer compartido en abordar la sexualidad, la transexualidad, la homosexualidad… todo ello es como una exhibición de la intimidad. El término común para el que se deja conocer como homosexual es “salir del armario,” una expresión que ya se ha vuelto universal. Es decir que la gente se siente invitada a ver en realities de televisión hasta los más burdos o raizales estremecimientos del alma o del cuerpo; todo se puede investigar en el gobierno; el sexo está siempre en vitrina… ¡pero que no se te ocurra plantear un tema de religión! ¿No es gracioso? Quizá lo sería si no fuera porque mata tanto la esperanza.
Y nos falta aludir también a los nacionalismos. ¡Qué tranquila parece la vida cuando la miramos por la rendija de las constituciones y códigos ya bien redactados y empastados! Allí todo tiene su lugar, todo está previsto, todo se prevé que llegue en su momento o, si es delictivo, que se castigue en su momento. Pero las fronteras de las naciones, ¿qué son? Son el rastro, hoy inerte, o relativamente inerte, de discusiones, egoísmos, tensiones, a menudo, guerras. Los textos ya redactados nos hacen olvidar eso. Una especie de inercia nos empuja a dar por definitivo lo que en este momento parece “funcionar,” pero las graves cuestiones: “¿a quién le funciona?” y “¿se podría mejorar?” no se plantean nunca.
Europa hierve, pero la tapa está bien ajustada. ¿Será que el terrorismo, en sus diversas formas, todas espantosas, es, además de todo, un espasmo que trata de mover esa tapa?