Hace tiempo aprendí que hay varias formas de infinito. Existe lo infinitamente grande, como el cosmos; y lo infinitamente pequeño como el neutrino. Existe lo infinitamente fuerte, como Dios; y el vacío infinito de la nada o de la soledad, que puede ser peor que la nada. Existe la compasión infinita, que se ve en Cristo, y la complejidad infinita, que aparece en la vida humana.
Oh, sí: vida significa complejidad. Vivir es relacionar. Lo inanimado está encarcelado; la vida tiene los mismos acordes de la libertad y se escribe así: más allá. La raíz de la planta, el ojo del águila, la rima del enamorado o el sistema del gran teólogo son todas palpitaciones de un algo maravilloso que empuja más allá. Este movimiento se hace pleno y como dueño de sí mismo a través de la conciencia de sí, que tiene su origen en el conocimiento y brota del apetito por la verdad.
Apetito por la verdad… ¡qué maravilla! El ratón nunca estudia lo que come; el camello no se inmuta ante los luceros que le saludan cada noche; los peces mueren sin preguntar por el agua que ha sido su todo. La pregunta, esa es la maravilla, el motor de la libertad, el ritmo primero de la vida consciente.
Pero la pregunta no nace de sí, sino de un impulso anterior, que en últimas es el amor. Conocemos porque podemos conocer, pero sobre todo porque amamos conocer. Algo muy adentro de la verdad que se desvela sacia un hambre que estaba en nosotros y que no nos habíamos dado nosotros mismos. ¡Bendita sea esa hambre, señal de un amor a la existencia y a la libertad!
A través del movimiento, sobre todo del movimiento consciente, establecemos puntos de conexión y ensayamos la alquimia de tejer y plisar. Descubrimos un universo enlazado de múltiples, de infinitos modos. La forma de un remolino en el pozo del jardín se nos antoja parecido a la danza de tales o cuales estrellas a millones de millones de kilómetros. Así el pozo oscuro y la noche oscura tienen un modo de tenderse la mano: un nuevo enlace ha nacido.
Y enlaces nacen por millones: el perfume de una flor se parece al perfume de una oración sincera; el abrazo de un amigo se parece a la calidez del sol que apenas acaricia en la soledad de la montaña; el horror que despierta el abismo entre dos peñascos resulta vecino del vértigo que nos invade ante las grandes preguntas: ¿quién soy? ¿tiene sentido todo? ¿qué es en últimas el bien?
Vivimos navegando sobre infinitos; nuestros botes se alzan sobre crestas de olas cuya hondura crispa el pensamiento. Quisiéramos callar entonces, y sólo dejar ser a todo lo que es, pero un nuevo golpe de viento nos apremia a resolver la complejidad en un aquí y en un ahora: hay que decidir ser; no se puede solamente ser; hay que ser algo, hay que ser alguien. La decisión es el ejercicio de la libertad al precio altísimo de tronchar la complejidad, y la risa gozosa por lo que he logrado ser no alcanza a secar la lágrima por lo que ya no seré.
Por eso llega también el cansancio, y por eso hay que saber escuchar con respeto al que se hastía. Casi no sería humano el que no se hubiera agotado alguna vez; no parecería de nuestra raza uno que no sintiera fastidio por la hierba mala de la mentira, que en todo amenaza, ni por el orgullo, que a todos humilla.
Hay que pasar por el valle del tedio; hay que cruzar el desierto de la perplejidad; hay que ayunar de palabras y certezas y vivir unos cuantos años del maná compasivo que abunda en granderos que sólo Dios sabe. Entretanto, el camino se levanta y empina altivo, como retando nuestros mejores sueños…
Mas hay unos que han vencido y han arribado. Sobre todo, Aquel que pudo decir: “He vencido al mundo.” Hay unos que han esperado, más allá de toda esperanza; hay unos que han amado por encima de toda expectativa; hay unos que han creído y confiado hasta el final. Hoy quiero ser contado alguna vez entre ellos.