Nuestra parroquia en el centro de Dublín, donde vivo, tiene un par de lugares de culto asociados y separados físicamente de la iglesia como tal, a saber, una capilla del Santísimo y una casa de atención a personas mayores durante el día. Con alguna frecuencia –por lo menos una vez a la semana– el prior me encomienda una de las dos misas que hay en la Capilla del Santísimo, que queda como a dos cuadras de nuestro convento. El lugar suele ser conocido como Capilla de San Martín, porque a su lado funciona una pequeña librería y otras dependencias que nacieron de la devoción a San Martín de Porres.
Como suele suceder en estos casos, en que las obras han crecido a ritmo de la Providencia, los espacios se distribuyen de un modo casi caprichoso. Así resulta que la capilla misma y su sacristía quedan en una especie de sótano al que se accede por escaleras directamente desde la calle (Parnell Square West).
La misa de 5.15 pm, la que he presidido ya un número de veces, reúne gentes diversas: personas que salen de su trabajo a las 5 pm, religiosas que no tienen misa en su convento, ancianos o enfermos que viven cerca, transeuntes o turistas sorprendidos por la existencia de ese pequeño lugar católico, y también esa otra proporción de hombres y mujeres que tienen dishbilidades más o menos pronunciadas. El sacristán mismo se mueve con dificultad por una deformidad en su columna vertebral. Hay una señora con una especie de parálisis facial, un hombre mayor que parece sufrir serias limitaciones mentales. Es un ambiente muy particular: la mirada distraida del turista, el cansancio del trabajador, la ausencia permanente del enfermo mental, la soledad estoica del anciano, la piedad férrea de la religiosa…
Me llama la atención el hombre que tiene la limitación mental, a quien llamaré aquí Howard. Es relativamente autónomo en su moverse por Dublín. Anda solo y sus rutinas son elementales. Casi siempre lleva la misma ropa. Mira del mismo modo. Dice las mismas palabras. Y sobre todo eso me impacta de él. Si te lo encuentras cien veces, cien veces te repite lo mismo, y ¿qué te repite? Habla pausamente, para no equivocarse al pronunciar: “¿Cómo está, padre? Yo también estoy bien. Yo siempre rezo por usted, padre. Por favor, no me olvide en sus oraciones. Hasta luego, padre.“
¿Cómo será un ángel? ¿Habrá ya alguno que se llame Howard?