Por un comentario que he recibido sobre la anterior entrada en este diario vuelvo a meditar sobre la pasión de Cristo, y también la película que por estos días causa tanta impresión, positiva o negativa, en mucha gente.
Sobre todo me quedo con aquello de lo difícil que es mostrar la dimensión interior del sufrimiento de Cristo. No me refiero a cosas evidentes, como por ejemplo la soledad o la angustia de morir. Ni tan sólo a cosas menos de superficie pero bien claras, como el dolor de haber sido traicionado o el sentir que todos sus esfuerzos parecían llegar al pozo de lo inservible, estéril e inútil.
Me refiero al dolor por el pecado, al dolor por la gloria de Dios olvidada y profanada, al dolor por la verdad que no importa, que no pesa. ¡Cómo me gustaría que un artista pudiera plasmar esos otros dolores y pudiera llevar a muchos en todo el mundo a revisar cómo hemos herido el corazón de Cristo con esas otras punzadas! Recuerdo al P. Guy Bedouelle, me parece que fue él, quien nos comentaba en una ocasión cómo el arte religioso, para decir las verdades más esencilaes y profundas, necesita volverse una especie de parábola visual. Así como las parábolas del Evangelio dicen sugiriendo, así el arte de dar la fe necesita la capacidad de insinuar, de apelar al símbolo hondo, de calar por las grietas del alma contemporánea hasta acariciar, como de improviso y por un instante, la nuez de la verdad. ¿Hay por ahí algún Mel Gibson con tal estilo, por favor?