Ya de vuelta en Dublín, miro con gratitud el tiempo que Dios me concedió en los Estados Unidos, por todo lo vivido y aprendido.
Es un país gigante, atractivo, amigo de la apariencia tanto como de la eficiencia; pragmático, crispado, adolescente perpetuo, orgulloso de sus logros, cínico y noble, comerciante descarado; tierra en continua ebullición, país guerrero por vocación, amplio y anónimo, amigo del ahorro y del desperdicio, capaz de cualquier culto y de cualquier anonimato; país esquivo y cortés, procaz con un dejo de inocencia, sorpresivo, ágil, respetuoso y entrometido a la vez, sencillo en sus bases y sobrabundante en sus logros, idólatra del número uno y del puesto primero; y por encima de todo: rescoldo, el más vigoroso, de ese proyecto que un día pudo enamorar a toda Europa: el sueño del progreso continuo.