Hubo una cosa maravillosa en este día; la historia es como sigue.
Como finalmente me resolví a viajar a Oklahoma City para entrevistarme con Catherine King sobre algunos puntos de las teorías de Lonergan, fue un día de viaje. Y es el caso que durante la misión del fin de semana pasado, así como en los días siguientes, he insistido en la importancia del sacramento de la confesión. Me parece que es una insistencia natural porque allí donde se habla mucho de la Palabra de Dios pero no se predica la necesidad de los sacramentos o no se les da la verdadera importancia queda listo el terreno para los protestantes. Y así ha sucedido: tanto, que en algún país de Latinoamérica supe de sacerdotes que llamaban a la Renovación Carismática Católica el �kinder� de los evangélicos: un lenguaje o modo de pensar que algunos protestantes aprovechan, en cierto modo, con la estrategia típica de hacer sentir a los carismáticos algo así como que �ya diste un primer paso; para ser completamente cristiano ahora debes…�, y en los puntos suspensivos ponen su propio estilo de culto, diezmo, dogma y lo demás.
Pero volvamos al punto central: había predicado mucho sobre la confesión y pensaba en que poco es predicarlo si yo mismo no tenía ocasión de vivirlo. Por eso en la noche del miércoles le dije a Dios que era mi propósito confesarme, aunque no veía fácilmente cómo podría darse ello, estando en Los Angeles y de viaje para Oklahoma.
Llegué, pues, al aeropuerto de L.A. con la convicción de que la confesión sólo podría darse en Oklahoma City. Pero el día empezó mal porque las terribles congestiones del tráfico hacia L.A. hicieron que llegáramos tarde al mostrador de Continental y, con todas las medidas de seguridad que tienen ahora en los aeropuertos norteamericanos, perdí el vuelo que tenía. A modo de consuelo, pudieron asignarme silla en otro vuelo que salía unas tres horas después.
Resignado a mi nueva situación, trataba de no recriminarme las posibles tardanzas y de imaginar un modo de aprovechar esas horas de �inesperada espera.� Saliendo de un baño, sin embargo, no mucho después de entrar al área de seguridad, un señor, para mí desconocido, me llamó aparte.
Para sorpresa mía, resultó ser un misionero católico paulino, radicado en New York pero viajero muy frecuente. Y precisamente, por viajero y por misionero, estaba en L.A. después de predicar en alguna parroquia católica de California. Viéndome con hábito, quiso tener una cortesía adicional a su saludo amable: me invitó a la sección de VIP de Continental, es decir, la parte de las salas de espera reservada a la gente que viaja en primera clase. ¿Debo añadir que tuvo la fineza de confesarme? Son misericordias de mi Dios.