Una de las grandes bendiciones de encontrarse en otro lugar, a miles de kilómetros de las tierras que uno ha conocido en la infancia y la juventud, es una especial sensibilidad por la geografía. Es verdad que por obra de la globalización uno puede tomar jugo de naranjas españolas al desayuno, degustar uvas francesas al almuerzo, acompañado por bananos de Costa Rica, en una mesa adornada con flores de Colombia. El vino de la misa es portugués y quizá no falte un poco de Schwarzbröte alemán. Todo eso está bien, y los almacenes especializados en importación se multiplican (¿alguien quiere jugo de zanahorias hidropónicas de Japón, por casualidad?). Pero hay algo que está ligado a la tierra, al lugar, a la geografía.