Quiero empezar agradeciendo tantas manifestación de afecto y amistad que he recibido estos días, con motivo de la Navidad y el Nuevo Año.
Por distintas razones, sobre todo de evangelización, en otras oportunidades, he pasado estas fechas en un contexto que no es el de la mayoría de las personas. Por ejemplo, con la celebración de la misa a medianoche en algún monasterio o convento. Esa costumbre, y recibir tanto amor a través de “cables” (sobre todo el teléfono e Internet) me han dado una gran paz y un sentimiento de inmensa gratitud a estas horas… con Dios, con mi familia, con mi patria, con la Orden de Predicadores, con tantos amigos y amigas… ¿Cómo no cantar agradecido?
Una de las cosas que me gusta de este tiempo de “desmantelamiento conventual”, en que multitud de frailes viajan adonde sus familias o amistades, es que la misma escasez de personal quita solemnidad a muchos actos nuetsros, sobre todo de la liturgia. Entendámonos: yo amo una liturgia solemne, pero hay algo medio artificial que puede colarse sobrepticiamente cuando cada palabra está escrita en un libro –el breviario– y debe ser leída o cantada de una determinada forma –la de nuestro Oficio–.
Tomemos un caso de hace dos o tres días. Llega la hora de la oración y llego yo al oratorio nuestro. Sólo estaba el anciano padre Joseph Moran. ¿Qué hacemos? No hay modo de distribuir las responsabilidades de quién va a cantar y quién va a leer. Mientras el día se arropa en grises nubes, él y yo, como dos buenos amigos, hacemos visita a Jesús y leemos a tono pausado los salmos, no como partituras, sino como si otro más, otro amigo, llamémosle David, nos dejara entrar en sigilo en el milagro de su oración.
A veces es bueno que no haya tanta solemnidad. Va a ser difícil que me quiten esa convicción del alma.
Y es bello sentir cerca la voz de un hermano que, cuando reza cerca de nosotros, deja traslucir algo más que la afinación de una antífona o la exquisita dicción de un buen lector.