La Constitución Europea es un feto abortado. Uno más. Uno entre muchos.
Las circunstancias, a pesar de la cortesía, dejan ver las tensiones de fondo. Es cosa embarazosa ver a gente tan ilustre y elegante echarse culpas mutuamente. Periodista Digital del 14 de septiembre de 2003 lo refleja con crudeza muy española: “Empantanados en la lucha por el reparto del poder, los líderes europeos de los 25 (los Quince más los diez candidatos) fueron incapaces de pactar el texto de la primera Constitución europea y se fueron a casa lanzándose entre ellos todo tipo de amenazas.” Quizá las cosas se pueden decir con más diplomacia pero no cabe duda de un punto: se trataba de asegurar poder.
Para quienes no estamos familiarizados con estas discusiones y peleas, convendrá recordar algunos puntos.
La Unión Europea (UE) empezó siendo un modo de sincronizar economías y defender soberanías. Dicho de manera sencilla: decidieron de común acuerdo disminuir la mayor parte de los gastos en las transacciones internacionales, favorecer planes de inversión para crecimiento y comprometerse en políticas de cierta “excelencia” o nivel de desempeño. El resultado más visible, aunque no el único ni el mayor, ha sido la consolidación del euro como moneda de casi todo un continente. Países como Irlanda se han beneficiado enormemente de las políticas financieras y de inversión de la UE. Si hubieran podido invertir sólo los “excedentes” de su propio producto interno bruto (PIB), hubieran tardado décadas en alcanzar lo que tienen.
Este éxito animó a dar pasos ulteriores, que resultaron en dos direcciones: hacia adentro, profundizando los vínculos; hacia afuera, ampliando los socios. Se hizo necesario afianzar el camino con un lenguaje realmente común y unas reglas de juego realmente explícitas y compartidas. Es lo que pretendía la hoy difunta constitución. Sin embargo, las cosas son mucho más complicadas de lo que puede presentar este bosquejo. Yo sugiero leer algo como este resumen.
Un punto clave fue sin duda el Tratado de Niza (2001), al que apelaron los que muchos van a considerar “malos del paseo”, es decir, José Ma. Aznar, por España, y Leszek Miller, por Polonia. Básicamente Niza abordó cómo iba a quedar el ponqué del poder cuando ya se veía que venían muchos países a sumarse a una Europa más cosmopolita. El tema era coyuntural por el arribo de países más pequeños, más pobres, y más del Este.
Dicho más crudamente: se trataba de preservar que los más antiguos, grandes, numerosos, ricos y Occidentales tuvieran herramientas para conservar el poder. El sistema acordado da un número de votos a cada país, de acuerdo con un complicado sistema que intentaba asegurar lo dicho. Países como España o Polonia, por ejemplo, quedaban con derecho a 27 votos cada uno; Alemania y Francia, con 29 cada uno; Malta, con 3.
A este método, ya explicablemente complejo, se le añadió una complicación más: resulta que Alemania y Francia quieren ahora que la población adquiera un valor mayor en la cuota de votos asignados a cada país. El motivo, abiertamente admitido, es que los 80 millones de alemanes dan peso suficiente a cuanto se decida, de modo que nada contradiga a Alemania.
Esto no es un secreto ni yo estoy descubriendo nada nuevo. Ni es secreto que el argumento poblacional es casi hipócrita. Turquía está a las puertas de ser admitida al selecto club “UE”, y tiene 62 millones. ¿Cambiarán las reglas una vez más para garantizar que no pesen tanto 62 millones de pobres, pequeños, incultos, y del Este? ¿O se harán reglas que digan básicamente que “todos somos iguales pero unos somos más iguales que otros“? ¡ Y todo eso sin parpadear cuando se cita que declarar a “todos los hombres iguales” es un triunfo de la racionalidad (laica, obviamente) ! ¡Por Dios! Y si esto es a lo que puede aspirar un turco o un maltés, nacido en las goteras de Roma, París y Berlín, ¿qué queda para un niño latinoamericano? ¿Esperar salir en un noticiero alemán vestido de guerrillero, de dictador, de paramilitar o de prostituta?
El feto constitucional europeo ha sido abortado. No es de alegrarse. Es bueno que haya unidad, comunicación, progreso conjunto… ¡y cierto contrapeso a los Estados Unidos! Y sin embargo, como dice un refrán colombiano, “yo no es que me alegre, pero sí siento un fresco por dentro.”
Buena una Constitución Europea, pero ¿tenía que ser esta, que “quita sus raíces cristianas… confiando sólo en cálculos políticos” (Giorgio Salina), y se indigesta con codicias tan evidentes y crasas?