Es indudable que el desarrollo tecnológico abre posibilidades inéditas y con ello nuevos modos de poder. Ya se trate de la rapidez con que se gestionan productos o servicios, o de la contundencia de nuevas armas, o de la distribución más ágil y sistemática de la información, el ascenso de la tecnología va en paralelo con la incorporaciones de nuevas maneras de captar y ejercer el poder.
Sin embargo, y esto no es obvio, este mismo desarrollo genera un correlato de fragilidad, que es el sello de las construcciones complejas. Una torre más alta es más fuerte en un sentido, porque permite una visión más amplia y completa, digamos, pero es más débil en otro, porque puede ser derribada de un mayor número de formas.
Miremos el caso de nuestra vida diaria: dependemos de largas y complejas cadenas de producción, aun para las cosas más sencillas de la vida. Creo que yo personalmente no sabría cómo hacer, cómo producir, casi ninguna de las cosas que utilizo de modo rutinario y despreocupado a diario, desde el jabón para ducharme hasta el esfero con que escribo. En el escritorio o en la sala de nuestra casa tenemos visitantes de todo el mundo: productos diseñados en Inglaterra, comercializados en Estados Unidos, ensamblados en Taiwán con materias primas de la India, por decir algo.
Esto significa que contamos con redes de producción y comercio lo suficientemente poderosas como para vincular a casi todo el planeta en la producción de, por ejemplo, este computador que ahora mismo estoy utilizando; pero, visto desde otro ángulo, eso también implica que yo dependo de que toda esa cadena esté funcionando para mantener el nivel de vida y el tipo de actividad que realizo. Según esto, poder más es depender más. Al parecer no hay escape sencillo para esta especie de ecuación o equivalencia práctica.
El terrorismo a escala global se apoya ciertamente en esa equivalencia, aunque no sólo en ella. Es relativamente sencillo cortar una cadena de miles de kilómetros; sobre todo: ¡es dramáticamente más sencillo que hacerla! El acto terrorista ataca la continuidad y la confiabilidad. Hace inútil la tecnología de dos modos: (1) volviéndola contra sí misma, por así decirlo, a través de armas más refinadas o atentados mejor planeados, y (2) aprovechando la equivalencia entre complejidad y fragilidad: ser más grande significa ser más vulnerable. Y, de nuevo, no hay modo sencillo de escapar de esta ecuación.
O tal vez sí lo hay, aunque no desde la pura lógica de la tecnocracia. Lo que falta a la tecnología es la capacidad de conectar las intenciones. Podemos unir mil computadores sin lograr que dos usuarios en verdad se acepten como seres humanos. El famoso protocolo TCP/IP, el “milagro” que hizo posible Internet, sabe cómo unir mi disco duro con el tuyo; ahora necesitamos un protocolo que una mi cabeza dura con la tuya o mi corazón duro con el tuyo. Eso, entiendo yo, fue lo que trajo Cristo a este mundo.