Estas latitudes geográficas, las de Irlanda e Inglaterra, han estado visiblemente marcadas por el homosexualismo. Lo más sencillo, desde una cierta óptica conservadora y moralmente ortodoxa, es repudiar el hecho en bloque y lamentar simplemente que las cosas sean como han sido.
Sin embargo, pienso que es estéril la condenación desde afuera, aunque también es irresponsable la aprobación, sea desde fuera o desde dentro. Por eso, sin negar la sabiduría de la Iglesia cuando nos invita a vigilar sobre esta y otras materias, busco un modo de entender y de servir.
Yo creo que una clave de comprensión está en el lenguaje. La palabra “gay” no nació significando lo que significa.
Es una palabra frente a la cual uno siente fácilmente rechazo. Es lo mismo que sucede en español con “marica”, término que, como se sabe, tenía un sentido cariñoso y bonito.
“Marica” era un diminutivo, fonéticamente correcto y además hermoso, del nombre “María”. “Marica” era una mujer de nombre María, llamada por su diminituvo cariñoso. Sin embargo, después sucedió que algunos varones, para burlarse de otros varones, los llamaban “Maricas”, como diciendo: “Eres una mujercita”, una “María Chiquita”. Es sabido, en efecto, que sobre todo en España el nombre María sobreabunda, hasta el punto que mujer y María son casi sinónimos.
Por su parte, “gay”, en inglés relativamente antiguo, alude a aquella persona que es encantadora e inteligente; alguien con quien es extremadamente agradable estar. Alude a muchas características que deben reunirse de modo que se trate de una persona, que sea agradable, ingeniosa, chispeante; alguien feliz y brillante, que trae brillo y gozo a los que le rodean.
Como adjetivo, gay se aplicaba por igual a hombres y mujeres, indicando en ambos casos ese tipo de perfil grato y chispeante.
Tal modo de ser es especialmente apreciado en estas latitudes, porque hay muchas cosas que tienden a hacer la vida monótona, pesada y marcada sólo por el ritmo de las obligaciones que imponen el clima, y otros factores externos, como las costumbres y lo socialmente aceptable.
En ese contexto, una persona “gay” es como un oasis; alguien que, sin romper la forma, le trae color y alegría a lo que ya está dado.
Por otro lado, está la tradición de los “college” en el mundo sajón. Un “college” es un lugar de estudio, pero es también un lugar de vivienda. La gente aquí –y la idea pasó a los EEUU– no se asocia solamente para estudiar sino que comparte un modo de vida.
En Inglaterra, por ejemplo, lo más interesante de los college es la posibilidad de estar cerca de aquellos que son como “leyendas vivas”. Conozco el caso de los matemáticos, como Hardy, del Trinity College. Estos habitantes legendarios de los College (Stephen Hawkings sería otro ejemplo) creaban en su entorno verdaderas hermandades que tenían un lejano parecido con las comunidades religiosas –cosa muy natural en estos países, como Irlanda o Inglaterra que tienen una larga y florecida tradición monástica–.
Tales hermandades, dado su interés por un tópico particular –como en el caso de las matemáticas, repito– usualmente tenían dos aspectos: por un lado, el común interés en desarrollar un área de conocimiento; por otro, el hecho de compartir una vida. En ese ambiente, la gente “encantadora” y brillante resultaba especialmente apreciada. Creo que puede decirse que el homosexualismo hizo su aparición en los college británicos más o menos por las mismas razones que lo habían hecho surgir en las antiguas escuelas filosóficas griega: la fascinación por alguien que siempre tiene algo brillante que decir y que además es simpático, todo ello en un entorno relativamente cerrado de relaciones interpersonales. Ese entorno parece que propició el surgimiento de un lenguaje muy “afectuoso”, primero en las palabras y luego en los hechos. De ese modo lo “gay” fue pasando a significar un estilo de afectividad dirigido a gente del mismo sexo, básicamente entre hombres.
La vida y drama de Oscar Wilde van por ese lado. Ni él ni muchos otros eran gente obsesionada con el sexo ni con las perversiones, sino infinitamente ansiosa de belleza, de vida, de libertad, pero a la vez metida en circunstancias que hacían cais imposible que eso floreciera sin una dimensión de contacto afectivo, que terminaba en lo físico y homosexual.
Estas reflexiones las hago no para justificar el hecho sino para entenderlo mejor, porque estoy convencido de que el mundo seguirá en muchos casos por las sendas que marcaron personas como Wilde, aunque ya seguramente sin la riqueza intelectual de su comienzo. El mundo sigue y querrá seguir ese camino precisamente porque sigue hambriento de alegría, compañía desinteresada y amistad grata.