La semana pasada tuvimos nuestra Misa Inaugural en Milltown.
Fue una experiencia única por varias razones.
Lo primero es que Milltown tiene capellana; sí, una mujer. Ella no confiesa ni preside la Eucaristía, pero el nombre de su oficio es ese precisamente: “chaplain“; capellana.
Es una mujer de edad madura (alrededor de 50, le pongo yo). Su papel es sobre todo convocar a la gente, reunir, organizar, coordinar. Lo hace bien. Tiene altura en su trato, es detallista y amable, y conoce bien la psicología de los jesuitas – comunidad que indudablemente marca la parada en Milltown.
Todas esas virtudes no logran ocultar, a mi modo de ver, que hay un cambio en la orientación general de este tipo de centros de estudio. Supongamos que uno quiere confesarse (por cierto, hoy me confesé). ¿Qué hay que hacer? Uno va a la recepción donde la señora que atiende allá se comunica con un padre que esté disponible (normalmente un jesuita jubilado). El sacramento como tal hace su obra, no lo dudamos, pero fíjate que este hecho queda desmembrado del resto de tu vida. Es, por así decirlo, una “salsa” que, si tú quieres, le echas a tu plato -y si no quieres, no.
Si uno quiere ser escuchado por alguien, también puede pedir un sacerdote (y le envían a otro jubilado) o puede acudir al Departamento de Consejería, que tiene una base esencialmente psicológica. Se trata de un “counselling” psicológico. Una vez más: es posible un cierto “acompañamiento espiritual”, teóricamente, pero en sí la institución no tiene esa oferta. Lo específicamente cristiano-espiritual es una opción, una salsa que si quieres le echas a tu plato.
En ese sentido, el papel de la mujer-capellana es interesante, pero entraña sus riesgos a largo plazo. En la medida en que una comunidad de personas se acostumbra a resolver sus asuntos en una clave ajena a la vida sacramental y al pastoreo del sacerdote empieza a considerar que sentirse “salvado” es más algo que depende de nuestras fuerzas e iniciativas que de la gracia de Dios. Es la idea misma de “gracia” la que imperceptiblemente se va disolviendo, en una suave pero irreversible “traducción” que no la traduce sino que la cambia por otras cosas buenas, pero que no son la gracia, por ejemplo: la acogida, la ternura, el símbolo, el detalle, o tantas cosas que las mujeres viven de un modo muy espontáneo y cargado de significado.
Como se ve, el tema no es porque ella sea mujer, sino porque no tiene la gracia propia de la ordenación sacerdotal. Si fuera un laico el que hiciera lo que ella hace, todas estas reflexiones -y reparos- cabrían igualmente. Lo que quiero enfatizar entonces es que si la comunicación explícita de la gracia no tiene un lugar correspondiente en la transformación explícita de la vida, hay un desnivel en la capacidad de significado de la Iglesia como tal, y pienso que ese desnivel, a largo plazo, va en contra de los intereses de la evangelización.