JESUS: HIJO ETERNO DEL PADRE

(Mc 15,39; Gal 4,4-5; Jn 14, 1-14; 20,3)

En nuestra reflexión anterior vimos a Dios como Padre. Y, como no se puede pensar en el Padre sin el Hijo, entremos a ver al Hijo, engendrado desde la eternidad por el Padre: es Dios y hombre, enviado a redimir a los que estábamos bajo el yugo de la ley para que pudiésemos llegar a ser hijos adoptivos de Dios. Dice, al respecto, la carta a los Gálatas: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibieran la condición de hijos adoptivos” (Gal 4,4-5). El texto nos muestra el plan de redención dispuesto por el Padre y que se inició hace más de dos mil años en Belén, cuando Jesús, como hombre, nació de la Virgen María.

El Hijo eterno como el Padre y el Espíritu Santo

Tener la experiencia de Jesús es un regalo del Espíritu Santo. Así lo dice la carta a los Corintios: “Nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, si no es movido por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). El Espíritu Santo nos hace percibir que Jesús resucitado vive, actúa poderosamente en cada uno de nosotros por su Espíritu, hace que Jesús se convierta en la razón de ser de nuestra existencia, de tal modo que la vida no tiene sentido sin Él.

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