A la hora de mi muerte, llámame

¡Oh Señor Jesucristo!

Llegado el momento de partir de esta tierra hacia tu cielo,
recuerdo y bendigo el día glorioso
en que quisiste venir del cielo a la tierra,
a recorrer nuestros caminos para hacerte Camino nuestro,
a sanar nuestras heridas con óleo de tu Santo Espíritu,
a rescatarnos de la ceguera con la luz del padre Eterno,
y a cantar el sublime canto de la redención
desde el altar augusto de la Cruz.

Y nuestra tierra, que se abaja ante el sol que la besa,
se alegró con tus pasos,
hallando en ti por fin la manera
de honrar y servir dignamente a su Creador y Padre.

Resucitando de entre los muertos,
llenaste de tu Día la noche de nuestra muerte,
y así es verdad que todo te obedece,
Sabiduría del Padre, Cordero Inmolado, Cristo Glorioso.

Por eso me acerco a tu bondad,
porque sé que sólo por amor quisiste acercarte tanto a nosotros.
Y clamo a tu Sangre el perdón de mis pecados,
porque me duele haberte amado poco.

Por todo te doy gracias, ¡oh tú, mi Eucaristía!,
y contigo me ofrezco al Padre,
para aumento de su gloria,
salud de la Iglesia
y salvación de mi vida.

Sólo una súplica inflama mi espíritu en esta hora decisiva:
llámame.
Si ahora me llamas, todo habrá valido la pena.
Pero si callas mi nombre,
aunque todos lo pronuncien,
te habré perdido a ti, Tesoro mío,
y entonces jamás habrá nada valioso para mí
y nunca habrá nada bueno para mí.

¡Oh Señor Jesucristo!,
mira que anhelo amar el bien que amas
y detestar el mal que detestas.

Así pues, llámame desde tu Cruz redentora,
que mi nombre será hermoso en tus labios,
mi rostro será bello en tus ojos
y mi vida será preciosa en la tuya.

Mírame para que pueda mirarte,
y con los ángeles y santos me alegre alabándote,
en la gloria que desde siempre te pertenece,
junto con el Padre y el Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos.

Amén.