Echarle una mano a Dios

En una obra del escritor brasileño Pedro Bloch encuentro un diálogo con un niño que me deja literalmente conmovido.

— ¿Rezas a Dios? —pregunta Bloch.

— Sí, cada noche —contesta el pequeño.

— ¿Y que le pides?

— Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.

Y ahora soy yo quien me pregunto a mí mismo qué sentirá Dios al oír a este chiquillo que no va a Él, como la mayoría de los mayores, pidiéndole dinero, salud, amor o abrumándole de quejas, de protestas por lo mal que marcha el mundo, y que, en cambio, lo que hace es simplemente ofrecerse a echarle una mano, si es que la necesita para algo.

A lo mejor alguien hasta piensa que la cosa teológicamente no es muy correcta. Porque, ¿qué va a necesitar Dios, el Omnipotente? Y, en todo caso, ¿qué puede tener que dar este niño que, para darle algo a Dios, precisaría ser mayor que El?

Y, sin embargo, qué profunda es la intuición del chaval. Porque lo mejor de Dios no es que sea omnipotente, sino que no lo sea demasiado y que El haya querido “necesitar” de los hombres. Dios es lo suficientemente listo para saber mejor que nadie que la omnipotencia se admira, se respeta, se venera, crea asombro, admiración, sumisión. Pero que sólo la debilidad, la proximidad crea amor. Por eso, ya desde el día de la Creación, El, que nada necesita de nadie, quiso contar con la colaboración del hombre para casi todo. Y empezó por dejar en nuestras manos el completar la obra de la Creación y todo cuanto en la tierra sucedería.

Por eso es tan desconcertante ver que la mayoría de los humanos, en vez de felicitarse por la suerte de poder colaborar en la obra de Dios, se pasan la vida mirando hacia el cielo para pedirle que venga a resolver personalmente lo que era tarea nuestra mejorar y arreglar.

Yo entiendo, claro, la oración de súplica: el hombre es tan menesteroso que es muy comprensible que se vuelva a Dios tendiéndole la mano como un mendigo. Pero me parece a mi que, si la mayoría de las veces que los creyentes rezan lo hicieran no para pedir cosas para ellos, sino para echarle una mano a Dios en el arreglo de los problemas de este mundo, tendríamos ya una tierra mucho más habitable.

Con la Iglesia ocurre tres cuartos de lo mismo. No hay cristiano que una vez al día no se queje de las cosas que hace o deja de hacer la Iglesia, entendiendo por “Iglesia” el Papa y los obispos. “Si ellos vendieran las riquezas del Vaticano, ya no habría hambre en el mundo”. “Si los obispos fueran más accesibles y los curas predicasen mejor, tendríamos una Iglesia fascinante”. Pero ¿cuántos se vuelven a la Iglesia para echarle una mano?

En la “Antología del disparate” hay un chaval que dice que “la fe es lo que Dios nos da para que podamos entender a los curas”. Pero, bromas aparte, la fe es lo que Dios nos da para que luchemos por ella, no para adormecernos, sino para acicateamos.

“Dios, ha escrito Bernardino M. Hernando, comparte con nosotros su grandeza y nuestras debilidades”. El coge nuestras debilidades y nos da su grandeza, la maravilla de poder ser creadores como El. Y por eso es tan apasionante esta cosa de ser hombre y de construir la tierra.

Por eso me desconcierta a mi tanto cuando se sitúa a los cristianos siempre entre los conservadores, los durmientes, los atados al pasado pasadísimo. Cuando en rigor debíamos ser “los esperantes, los caminantes”. Theillard de Chardín decía que en la humanidad había dos alas y que él estaba convencido de que “cristianismo se halla esencialmente con el ala esperante de la humanidad”, ya que él identificaba siempre lo cristiano con lo creativo, lo progresivo, lo esperanzado.

Claro que habría que empezar por definir qué es lo progresivo y qué lo que se camufla tras la palabra “progreso”. También los cangrejos creen que caminan cuando marchan hacia atrás.

De todos modos hay cosas bastante claras: es progresivo todo lo que va hacia un mayor amor, una mayor justicia, una mayor libertad. Es progresivo todo lo que va en la misma dirección en la que Dios creó el mundo. Y desgraciadamente no todos los avances de nuestro tiempo van precisamente en esa dirección.

Pero también es muy claro que la solución no es llorar o volverse a Dios mendigándole que venga a arreglarnos el reloj que se nos ha atascado. Lo mejor será, como hacía el niño de Bloch, echarle una mano a Dios. Porque con su omnipotencia y nuestra debilidad juntas hay más que suficiente para arreglar el mundo.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.

Dos Hombres Fueron Condenados

Dos hombres fueron condenados. La sentencia consistía en que en un día determinado, en veinte años, sería torturados lentamente hasta la muerte.

Al escuchar la sentencia, el más joven se retorció de la pena y del dolor, y a partir de ese día, cayó en una profunda depresión.

“¿Para qué vivir?” se preguntaba, “si de todas maneras van a arrebatarme la vida, y de una manera inconcebiblemente terrible?” Desde ese día nunca fue el mismo. Cuando alguno de sus cercanos, compadecido por su estado, le ofrecía apoyo para tratar de alegrarlo, respondía rencorosamente diciendo:

– Claro, como tú no tienes que cargar mis penas, todo te parece fácil. En otras ocasiones también replicaba:

– Tú no sabes lo que sufro, no es posible que me entiendas… Y, a veces, gritaba: – ¿Para qué me esfuerzo? Si de todas formas…

Y así, poco a poco, el hombre se fue encerrando en su amarga soledad y murió mucho antes de que se cumpliera el plazo de los veinte años.

El otro hombre, al escuchar la sentencia, se asustó y se impresionó, sin embargo a los pocos días resolvió que, como sus días estaban contados, los disfrutaría.

Con frecuencia afirmaba: Voy a agradecer con intensidad cada día que me quede. Y, en vez de alejarse de los demás, decidió acercarse y disfrutar a los suyos, para sembrar en ellos lo mejor de sí. Cuando alguien le mencionaba su condena, respondía en broma:

– Ellos me condenaron, yo no me voy a condenar sufriendo anticipadamente y, por ahora, estoy vivo.

Fue así que, paulatinamente, se convirtió en un hombre sabio y sencillo, conocido por su alegría y su espíritu de servicio. Tanto, que mucho antes de los veinte años, le fue perdonada su condena.

El 99% de tus miedos no se realizarán; disfruta la libertad de ser feliz. La verdadera libertad no está en lo que haces, sino en la forma como eliges vivir lo que haces, y sólo a tí te pertenece tal facultad.

Decir a tiempo…

Después de 21 años de matrimonio, descubrí una nueva manera de mantener viva la chispa del amor.

Desde hace poco había comenzado a salir con otra mujer, en realidad había sido idea de mi esposa.

Tú sabes que la amas –me dijo un día, tomándome por sorpresa. La vida es demasiado corta debes dedicarle tiempo. Pero yo te amo a ti –protesté-.

Lo sé. Pero también la amas a ella.

La otra mujer, a quien mi esposa quería que yo visitara, era mi madre, quien era viuda desde hacía 19 años, pero las exigencias de mi trabajo y mis tres hijos hacían que sólo la visitara ocasionalmente.

Esa noche la llamé para invitarla a cena y al cine.

-¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? –me preguntó-. Mi madre es el tipo de mujer para quien una llamada tarde en la noche, o una invitación sorpresiva es indicio de malas noticias.

-Creí que seria agradable pasar algún tiempo contigo –le respondí- Los dos solos.

Reflexionó sobre ello un momento.-Me gustaría muchísimo- dijo.

Ese viernes mientras conducía para recogerla después del trabajo, me encontraba nervioso, era el nerviosismo que antecede a una cita… y ¡Por Dios!, cuando llegué a casa, advertí que ella también estaba muy emocionada con nuestra cita. Me esperaba en la puerta con el abrigo puesto, se había rizado el cabello y usaba el vestido con que celebró su último aniversario de boda, su rostro sonreía e irradiaba luz como un ángel.

Les dije a mis amigas que iba a salir con mi hijo, y se mostraron muy impresionadas, me comentó mientras subía a mi auto. No pueden esperar a mañana para escuchar acerca de nuestra velada.

Fuimos a un restaurante no muy elegante, pero sí acogedor, mi madre se aferró a mi brazo como si fuera “La Primera Dama”. Cuando nos sentamos, tuve que leerle el menú. Sus ojos sólo veían grandes figuras.

Cuando iba por la mitad de las entradas, levanté la vista; mamá estaba sentada al otro lado de la mesa, y me miraba. Una sonrisa nostálgica se delineaba en sus labios.

-Entonces es hora de que te relajes y me permitas devolver el favor –respondí-.

Durante la cena tuvimos una agradable conversación, nada extraordinario, sólo ponernos al día con la vida del otro. Hablamos tanto que nos perdimos el cine.

-Saldré contigo otra vez, pero si me dejas invitar –dijo mi madre cuando la llevé a casa.

Asentí.

-¿Cómo estuvo tu cita? – quiso saber mi esposa cuando llegué aquella noche

-Muy agradable… mucho más de lo que imaginé…-Contesté.

Días más tarde mi madre murió de un infarto masivo, todo fue tan rápido, no pude hacer nada. Al poco tiempo recibí un sobre con copia de un cheque del restaurante donde habíamos cenado mi madre y yo, y una nota que decía: “La cena la pagué por anticipado, estaba casi segura, de que no podría estar allí, pero igual pagué dos platos, uno para ti y otro para tu esposa, jamás podrás entender lo que aquella noche significó para mí. Te amo”.

-En ese momento comprendí la importancia de decir a tiempo “Te amo” y de darle a nuestros seres queridos el espacio que se merecen; nada en la vida será más importante que Dios y tu familia, dales tiempo, porque ellos no pueden esperar.

Dame tus pecados

Una vez oí una historia respecto a un misionero que fue echado en la prisión por los oficiales comunistas rusos, por predicar el evangelio en lo que era la Unión Soviética. No le permitieron a este gran siervo de Dios ver a ningún otro ser humano, y le alimentaban pasándole la comida por debajo de la puerta. Años y años pasaron. Y un día el Señor se le apareció en la prisión.

El hombre estaba tan agradecido con el Señor por haber venido a verle.

– ¿Hay algo que pudiera darte para agradecerte? – le pregunto.

– No, todo es Mío – respondió el Señor – . No hay nada que pudieras darme.

– Pero, Señor, debe haber algo que pudiera darte para expresar mi gratitud.

– No hay nada que puedas darme – repitió el Señor -. Hasta tu mismo cuerpo me pertenece. Tu misma vida es Mía.

– Oh, por favor, debe haber alguna cosa que pudiera darte – el hombre volvió a preguntar.

– La hay. Dame tus pecados. Eso es todo lo que quiero – dijo el Señor.

Cuando habla Dios

Un hombre susurró: Dios, habla conmigo.

Y un ruiseñor comenzó a cantar Pero el hombre no oyó.

Entonces el hombre repitió: Dios, habla conmigo

Y el eco de un trueno, se oyó. Más el hombre fue incapaz de oír.

El hombre miró a su alrededor y dijo: Dios, déjame verte.

Y una estrella brillo en el cielo. Pero el hombre no la vio.

El hombre comenzó a gritar: Dios, muéstrame un milagro

Y un niño nació. Mas el hombre no sintió el latir de la vida.

Entonces el hombre comenzó a llorar y a desesperarse: Dios, tócame y déjame saber que estás aquí conmigo… Y una mariposa se posó suavemente en su hombro.

El hombre espanto la mariposa con la mano y desilusionado continuó su camino, triste, solo y con miedo.

¿Hasta cuando tenemos que sufrir para comprender que Dios está siempre donde está la vida?

¿Hasta cuando mantendremos nuestros ojos y nuestros corazones cerrados para los milagros de la vida que se presentan diariamente en todo momento y que son fruto del amor de Dios?

¿Cuál es tu naturaleza?

Había una vez, un maestro oriental que vio cómo un alacrán

se estaba ahogando. Decidió sacar al animalito del agua,

pero cuando lo hizo, el alacrán lo picó.

Ante el dolor lo soltó, por lo que el animal de nuevo se

estaba ahogando… entonces intentó sacarlo y otra vez lo volvió a picar.

La escena se repitió varias veces: Sacarlo del agua, ser picado y soltarlo.

Alguien que observa le dice:

– “Cómo es terco usted!! No entiende que cada vez que lo saque del agua lo va a picar??”.

Entonces, el maestro oriental le respondió:

– “La naturaleza del alacrán, que es picar… no va a cambiar mi naturaleza, que es ayudar”.

Rompiendo el círculo

Una de las cosas que más admiro de los dominicos irlandeses es su apostolado a través de la palabra escrita. Revistas como St. Martin’s Magazine, Religious Life o Spirituality brotan de una ya larga tradición que se esfuerza en ofrecer sólidos contenidos en un estilo de grata lectura. Únase a eso una buena calidad tipográfica y un tratamiento discreto pero muy profesional de las imágenes, y se comprende por qué las suscripciones se cuentan por miles.

Por supuesto, mi pensamiento vuela hacia Colombia. El lugar común que yo he oído en Colombia es que no se pueden sacar libros que no se van a leer. Y lo que la gente quiere leer ya está muy bien servido por la casi sobre-oferta de los supermercados, donde cualquiera puede actualizarse en telenovelas, recetas para adelgazar, métodos de meditación trascendental o enciclopedias por cómodos fascículos. En particular, nosotros los dominicos hemos sido muy malos para publicar, y lo que publicamos es casi todo pagando para tener cuartos llenos de libros que podrían tener un letrero en la puerta: “Hecho bajo el provincialato del Padre XYZ”

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