Pablo VI ante el Misterio de la Muerte

LA MUERTE

Tempus resolutionis meae instat (Es ya inminente el tiempo de mi partida, 2Tim 4,6). Certus quod velox est depositio tabernaculi mei (Seguro de que pronto será depuesta mi tienda, 2Pe 1,14). Finis venit, venit finis (Llega el fin, es el fin, Ez 7,2).

Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y cada vez más próximo de su fin. No es sabia la ceguera ante este destino indefectible, ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina.

Veo que la consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?, ¿qué queda de mí?, ¿a dónde voy?, y por eso sumamente moral: ¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?; y veo también que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas: respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; las esperanzas son para el más allá.

Y veo que esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo, en el acostumbrado drama humano que, al aumentar la luz, hace crecer la oscuridad del destino humano; debe desarrollarse en diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el gran paso. Creo, Señor.

Llega la hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aún que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial a mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias, que cercan mi pequeñez: pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades. Servus inutilis sum (Soy un siervo inútil).

Ambulate dum lucem habetis (Caminad mientras tenéis luz, Jn 12,35).

CANTO A LA VIDA

Ciertamente me gustaría, al acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya para denunciar su pasado irrecuperable y para burlarse de su llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida: “vanitas vanitatum” (vanidad de vanidades).

En cuanto a mí, querría tener finalmente una noción compendiosa y sabia del mundo y de la vida: pienso que esta noción debería expresarse en reconocimiento: todo era don, todo era gracia; y qué hermoso era el panorama a través del cual ha pasado: demasiado bello, tanto que nos hemos dejado atraer y encantar, mientras debía aparecer como signo e invitación. Pero, de todos modos, parece que la despedida deba expresarse en un acto grande y sencillo de reconocimiento, más aún de gratitud: esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! Ni menos digno de exaltación y de estupor feliz es el cuadro que circunda la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de tantas profundidades. Es un panorama encantador: parece prodigalidad sin medida. Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de no haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto merecían las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del macrocosmos y del microcosmos.

¿Por qué no he estudiado bastante, explorado, admirado la morada en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos in extremis, se debe reconocer que ese mundo “qui per Ipsum factus est” (que fue hecho por El), es estupendo. Te saludo y te celebro en el último instante, sí, con inmensa admiración; y, como decía, con gratitud: todo es don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría: y después, lo diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está el Amor! ¡La escena del mundo es un diseño, todavía hoy incomprensible en su mayor parte, de un Dios Creador, que se llama nuestro Padre que está en los cielos! ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre! En esta última mirada me doy cuenta de que esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero, es un reflejo de la primera y única Luz: es una revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza, que debía ser una iniciación, un preludio, un anticipio, una invitación a la visión del Sol invisible, “quem nemo vidit unquam” (a quien nadie vio jamás, cf. Jn 1,18): “Unigenitus Filius, qui est in sinu Patris, Ipse enarravit” (el Hijo primogénito, que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha revelado). Así sea, así sea.

MISERICORDIA Y ARREPENTIMIENTO

Pero ahora, en este ocaso revelador, otro pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar en esta última posibilidad de opción el “unum necesarium”, la única cosa necesaria?

A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grituo que invoca misericordia y perdón. Que al menos sepa yo hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar. “Kyrie eleison: Christe eleison: Kyrie eleison”.

Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y cantar eternamente); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. “Tu scis insipientiam meam” (Tú conoces mi ignorancia, Sal 68,6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de san Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.

Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.

Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora.

Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, “cuya naturaleza es bondad” (San León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre.

MI ENCUENTRO CON CRISTO

Después yo pienso aquí ante la muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el acontecimiento más grande entre todos para mí fue, como lo es para cuantos tienen igual suerte, el encuentro con Cristo, la Vida. Ahora habría que volver a meditar todo con la claridad reveladora que la lámpara de la muerte da a este encuentro. “Nihil enim nobis nasci profuit, nisi redimi profuisset” (En efecto, de nada nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados). Este es el descubrimiento del pregón pascual, y este es el criterio de valoración de cada cosa que mira a la existencia humana y a su verdadero y único destino, que sólo se determina en relación a Cristo: “O mira circa nos tuae pietatis dignatio” (¡O piedad maravillosa de tu amor para con nosotros!). Maravilla de las maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, la esperanza, el amor cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor.

EL MISTERIO DE LA VOCACION

Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de mente y de corazón? Lo sé: “quae stulta sunt mundi elegit Deus… ut non glorietur omnis caro in conspectu eius” (eligió Dios lo necio del mundo… para que no se gloríe ninguna carne en su presencia, 1Cor 1,27-28). Mi elección indica dos cosas: mi pequeñez; tu libertad misericordiosa y potente, que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi miseria, mi capacidad de traicionarte: “Deus meus, Deus meus, audebo dicere… in quodam aestasis tripudio de Te praesumendo dicam: nisi quia Deus es, iniustus esses, quia peccavimus graviter… et Tu placatus es. Nos Te provocamus ad iram. Tu autem conducis nos ad misericordiam” (Dios mío, Dios mío, me atreveré a decir en un regocijo extático de Ti con presunción: si no fueses Dios, serías injusto, porque hemos pecado gravemente… y Tú Te has aplacado. Nosotros Te provocamos a la ira, y Tú en cambio nos conduces a la misericordia (PL 40,1150).

Y heme aquí a tu servicio, heme aquí en su amor. Heme aquí en un estado de sublimación que no me permite volver a caer en mi sicología instintiva de pobre hombre, sino para recordarme la realidad de mi ser, y para reaccionar en la más ilimitada confianza con la respuesta que debo: “Amen; fiat; Tu scis quia amo Te” (así sea, hágase; tú sabes que Te amo). Sobreviene un estado de tensión y fija mi voluntad de servicio por amor en un acto permanente de absoluta fidelidad: “in finem dilexit” (amó hasta el fin). “Ne permitas me separari a Te” (no permitas que me separe de ti). El ocaso de la vida presente, que había soñado reposado y sereno, debe ser, en cambio, un esfuerzo creciente de vela, de dedicación, de espera. Es difícil; pero la muerte sella así la meta de la peregrinación terrena y ayuda para el gran encuentro con Cristo en la vida eterna. Recojo las últimas fuerzas y no me aparto del don total cumplido, pensando en tu “Consummatum est” (todo está cumplido).

Recuerdo el anuncio que el Señor hizo a Pedro sobre la muerte del Apóstol: “Amen, amen dico tibi… cum… senueris, extendes manus tuas, et alius te cinget, et duce quo tu nos vis. Hoc autem (Jesus) dixit significans qua morte (Petrus) clarificaturus esset Deum. Et, cum hoc dixisset, dicit ei: sequere me” (en verdad, en verdad te digo… cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto lo dijo Jesús indicando con que muerte Pedro glorificaría a Dios. Y, después de decir esto, añadió: sígueme, Jn 21,18-19).

CRISTO Y SU MISION

Te sigo: y advierto que yo no puede salir ocultamente de la escena de este mundo; tanto hilo me unen a la familia humana, tantos a la comunidad que es la Iglesia. Estos hilos se romperán por sí mismos; pero yo no puedo olvidar que exigen de mí un deber supremo. “Discessus pius” (muerte piadosa). Tendré ante el espíritu la memoria de cómo Jesús se despidió de la escena temporal de este mundo. Recordaré cómo Él hizo previsión contínua y anuncio frecuente de su pasión, cómo midió el tiempo en espera de “su hora”, cómo la conciencia de los destinos escatológicos llenó su espíritu y su enseñanza y cómo habló a los discípulos en los discursos de la última Cena sobre su muerte inminente; y finalmente cómo quiso que su muerte fuese perennemente conmemorada mediante la institución del sacrificio eucarístico: “mortem Domini annutiabitis donec veniat” (anunciaréis la muerte del Señor hasta que vuelva).

Un aspecto principal sobre todos los otros: “tradidit semetipsum” (se entregó a sí mismo por mí); su muerte fue sacrificio; murió por los otros, murió por nosotros. La soledad de la muerte estuvo llena de nuestra presencia, estuvo penetrada de amor: “dilexit Ecclesiam”: amó a la Iglesia (recordar “le mystère de Jésus” de Pascal). Su muerte fue revelación de su amor por los suyos: “in finem dilexit” (amó hasta el extremo). Y al término de la vida temporal dió ejemplo impresionante del amor humilde e ilimitado (cf. el lavatorio de los pies) y de su amor hizo término de comparación y precepto final. Su muerte fue testamento de amor. Es preciso recordarlo.

DESPEDIDA FINAL Y SALUDO A LA IGLESIA

Por tanto ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese y que yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos.

Ahora hay que recordar la oración final de Jesús (Jn 17). El Padre y los míos: éstos son todos uno; en la confrontación con el mal que hay en la tierra y en la posibilidad de su salvación; en la conciencia suprema que era mi misión llamarlos, revelarles la verdad, hacerlos hijos de Dios y hermanos entre sí; amarlos con el Amor que hay en Dios y que de Dios, mediante Cristo, ha venido a la humanidad y por el ministerio de la Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella.

Hombres, comprendedme: a todos os amo en la efusión del Espíritu Santo, del que yo, ministro, debía haceros partícipes. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A todos. Y a vosotros, más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con vosotros. Y, ¿qué diré a la Iglesia a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones vengan sobre ti: ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad: y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo.

Amén. El Señor viene. Amén.

Señor, Tu lo sabes todo, Tu sabes que te Amo.

Jn 21, 17

Crónica de la ordenación sacerdotal de Rafael Sampayo

La Catedral Nuestra Señora del Carmen estaba dignamente adornada para una hermosa fiesta, más que una fiesta, una consagración especial. Con temor y temblor avanzamos los cuatro diáconos en medio de una multitud orgullosa de ver como Dios los bendecía con nuevos ministros para su servicio; el canto de “este es el día que hizo el Señor” inundaba todo el lugar y en mi corazón se confirmaba esa hermosa frase: sí, verdaderamente este es el día que hizo el Señor para consagrarme, para hacerme su sacerdote para la eternidad, es algo que nadie me va a quitar jamás.

Durante los días previos a la ordenación, en donde la oración, la paz, la alegría, los recuerdos hicieron paso por las vidas de quienes recibiríamos este maravilloso don, nos unimos estrechamente al compartir numerosas circunstancias que habíamos vivido a nivel individual y en medio de las comunidades en donde ejercíamos el diaconado. El apoyo y la oración de miles de personas nos mostraban cuanto nos estaba amando Dios: el llamado realizado por el Señor Obispo al Orden Sacerdotal, la alegría y dedicación de los formadores del Seminario Mayor, el orgullo de nuestras familias, el logro que tantos amigos hicieron propio este momento en que recibiríamos el Orden Sacerdotal, la esperanza de las Asociaciones nacientes en nuestra Diócesis de ver un ministro más que apoyara toda la obra que se está llevando a cabo, la mirada de muchos seminaristas de ver como algunos compañeros de ellos llegaban al momento tan anhelado del sacerdocio, la emoción en muchos jóvenes que todavía están discerniendo si Dios los está llamando para ser siervos suyos, y que en un momento de estos se podía definir su respuesta. En fin, todo estaba preparado para vivir el Gran Regalo de Dios.

Así llegué al lugar que me correspondía sentarme en la ceremonia, al lado del Diacono Hernando Tovar. Solo quería disfrutar ese momento, vivirlo, orarlo, dejarme amar por Dios. Ya todos los preparativos, temores, ensayos, habían quedado atrás, ahora era experimentar la ordenación sacerdotal en primera persona, ya no era un amigo o un conocido, no… me estaba ordenando sacerdote, y lo mejor que tenía que hacer era vivir esa Eucaristía única para mi vida.

La liturgia de una ordenación sacerdotal está cargada de numerosos signos en donde el candidato es aceptado por el Obispo, luego de ser presentado por el Rector del Seminario Mayor, el interrogatorio, la promesa de Obediencia ante el Obispo, la postración y el canto de las letanías, la imposición de las manos por parte del Obispo y todo el presbiterio, el revestirse con la estola sacerdotal y la casulla, la consagración con el santo crisma, la entrega de el cáliz y la patena, el ubicarse en el altar para la concelebración, el participar en la plegaria eucarística, el repartir la comunión como sacerdote… son momentos que no se apartarán de la memoria y mucho menos del corazón.

En medio de este conjunto magnífico y enriquecedor que posee la Iglesia Católica para una ordenación sacerdotal, dos aspectos recuerdo vivamente, sin desvirtuar los demás: la homilía pronunciada por Monseñor Octavio Ruiz, en donde nos recordaba que el sacerdote es sacado de en medio del pueblo para servirle, no cumple una función, es tomado por Dios para ser parte de su heredad, es ser pertenencia divina, propiedad de Jesucristo y como pertenencia suya, instrumento de santificación del pueblo al cual tiene que llevar a su Señor para que todos tengan un solo pastor y ser todos parte de un solo rebaño.

Otro momento que impactó mi vida en este “día que hizo el Señor” fue la imposición de manos por parte del Obispo, el Obispo Emérito y todos los sacerdotes, el sumergirme en la oración al recibir esta herencia desde tiempos apostólicos fue motivo para clamar al divino Espíritu que me inundara de El, me quemara con su fuego y sus llamas de amor jamás se extinguieran durante el resto de mi vida…

Que hermoso es ser sacerdote, que gran regalo he recibido y que responsabilidad tan enorme tengo ahora. Mas que soñar, es comenzar a servir, a entregarme, a dejar que el pueblo de Dios vea bendecir, perdonar, acompañar, consolar a Jesús a través de mí.

Es decirle al Señor, retomando también las palabras de Monseñor Octavio en su homilía: Señor tu lo sabes todo, tu sabes que yo te amo. Y como respuesta a ese amor, la misión es apacentar y confirmar a mis hermanos en el amor. Tú sabes que te amo, porque te he visto amándome muchas veces en mi debilidad y en mi alegría, porque a donde quiera que voy tu amor está allí dándome la bienvenida. Tu sabes que te amo porque amor con amor se paga y deseo realizar diariamente el ejercicio de amarte en todo lo que me presentes diariamente aunque no me parezca lo mejor, pero si tú me lo das, será lo mejor para mí… Tu sabes que te amo.

A la Madre de Dios le encanta guardar en su corazón a los sacerdotes, y ella, desde hace mucho tiempo me ha estado guiando, acompañando, consolando y animando para que no desista en seguir a Jesús. Ella constantemente con su oración y silencio me enseña el camino para amar a Jesús. Desde las advocaciones de la Virgen del Carmen y la Reina de la Paz he podido comprender poco a poco sus enseñanzas para decirle “Si” a Jesús, “Si”, al Verdadero y Único Sacerdote para ofrecer todo lo que El mismo me da.

En unión con los padres Luis Carlos Escobar, Javier Ramírez y Hernando Tovar, deseo ofrecer nuestro ministerio sacerdotal a toda la Diócesis de Villavicencio, a la Iglesia Universal, siendo testigos del Amor que se ofrece constantemente para nuestra salvación.

Oración con Fe Total

Hace algunos años en unas misiones en el África Ecuatorial, una misionera contó este relato:

“Una noche yo había trabajado mucho ayudando a una madre en su parto. Pero, a pesar de todo lo que hicimos, murió la madre dejándonos un bebé prematuro y una hija de dos años. Nos iba a resultar difícil mantener el bebé con vida porque no teníamos incubadora –¡no había electricidad para hacerla funcionar!–, ni facilidades especiales para alimentarlo. Aunque vivíamos en el Ecuador africano, las noches frecuentemente eran frías y con vientos traicioneros.

Una estudiante de partera fue a buscar una cuna que teníamos para tales bebés, y la manta de lana con la que lo arroparíamos. Otra fue a llenar la bolsa de agua caliente. Volvió enseguida diciéndome irritada que, al llenar la bolsa, había reventado. La goma se deteriora fácilmente en el clima tropical. “¡Era la última bolsa que nos quedaba! exclamó; y no hay farmacias en los senderos del bosque”.

“¡Muy bien!” dije; pongan al bebé lo más cerca posible del fuego y duerman entre él y el viento para protegerlo. Su trabajo es mantener al bebé abrigado”.

Al mediodía siguiente, como hago muchas veces, fui a orar con los niños del orfanato que se querían reunir conmigo. Les sugerí a los niños varias intenciones para su oración y les hablé del bebé prematuro. Les conté el problema que teníamos para mantenerlo abrigado, pues se había roto la bolsa de agua caliente y el bebé se podía morir fácilmente si cogía frío. También les dije que su hermanita de dos años estaba llorando porque su mamá había muerto. Durante el tiempo de oración, Ruth, una niña de 10 años, oró con la acostumbrada seguridad consciente de los niños africanos:

-“Por favor, Dios! –oró– mándanos una bolsa de agua caliente. Mañana no servirá porque el bebé ya estará muerto. Por eso, Dios, mándala esta tarde”.

Mientras yo contenía el aliento por la audacia de su oración, la niña agregó: -“Y mientras te encargas de ello, ¿podrías mandar una muñeca para la pequeña, y así pueda ver que tú la amas realmente?”

Con frecuencia las oraciones de los chicos me ponen en evidencia. ¿Podría decir honestamente “Amén” a esa oración? No creía que Dios pudiese hacerlo. Sí, claro, sé que Él puede hacer cualquier cosa. Pero hay límites, ¿no? Seguro que Dios tiene muchas cosas más importantes que hacer. Y yo tenía algunos grandes “peros” para esa “ingenua” oración. La única forma en la que Dios podía responder a esta oración en particular, era enviándome un paquete desde mi Francia natal.

Había ya estado en África casi cuatro años y nunca jamás recibí un paquete de mi casa. De todas maneras, si alguien llegara a mandar alguno, ¿quién iba a poner una bolsa de agua caliente para la calurosa África ecuatorial?

A media tarde, cuando estaba enseñando en la escuela de enfermeras, me avisaron que había llegado un auto a la puerta de mi casa. Cuando llegué, el auto ya se había ido, pero en la puerta había un enorme paquete de once kilos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Por supuesto, no iba a abrir el paquete yo sola. Así que invité a los chicos del orfanato a que juntos lo abriéramos. La emoción iba en aumento. Treinta o cuarenta pares de ojos estaban enfocados en la gran caja. Había vendas para los pacientes del leprosario. Luego saqué una caja con pasas de uvas variadas. Eso serviría para hacer una buena horneada de panecitos el fin de semana. Volví a meter la mano y sentí… ¿sería posible? La agarré y la saqué… ¡Sí, era una bolsa de agua caliente nueva!

Lloré… Yo no le había pedido a Dios que mandase una bolsa de agua caliente, ni siquiera creía que Él podía hacerlo. Ruth estaba sentada en la primera fila, y se abalanzó gritando: – “¡Si Dios mandó la bolsa, también tuvo que mandar la muñeca!”. Escarbé el fondo de la caja y saqué una hermosa muñequita. A Ruth le brillaban los ojos. Ella nunca había dudado. Me miró y dijo: – “¿Puedo ir contigo a entregarle la muñeca a la niñita para que sepa que Dios la ama en verdad?”. Claro que sí, –le respondí– y como tú se la pediste al Señor, tú se la darás en su nombre!!!!

Ese paquete había estado en camino por cinco meses. Lo había preparado mi antigua profesora de catequesis, quien había escuchado y obedecido la voz de Dios mucho antes de que sucedieran las cosas, y fue Él quien la impulsó a mandarme la bolsa de agua caliente, a pesar de estar yo en el Ecuador africano. Y una de las niñas de la parroquia había puesto una muñequita para alguna niñita africana cinco meses antes, en respuesta a la oración llena de fe de una niña de diez años que la había pedido para esa misma tarde».

Olga Clemencia – Un testimonio Personal

Conocí a Olga Clemencia en el final de sus días. Desde el primer momento me dijo: “sé que me voy a morir”, y también, con un cariño muy grande: “quería conocerlo antes de irme, porque muchas veces lo oí por la radio, y me sirvió”.

Olga Clemencia tenía cáncer. Ya lo había vencido una vez, pero él, como fiera herida, había retornado con mayor fuerza y se dejaba sentir adentro del cuerpo de Olga. Pudimos hablar varias veces, gracias a Dios, incluso unas horas antes de mi viaje Bogotá-Dublín. ¡Cómo le agradezco al Señor que me haya permitido estar ahí, y hacer presencia, y aprender tantas cosas… esas que sólo se ven a plena luz cuando las luces de esta tierra anuncian su final!

Olga Clemencia tenía un temperamento profundo, intelectual, con una marca de severidad, aunque también con ese deleite que conocen los que saborean cada pizca de verdad que les da el camino. Por eso, en los días finales de su peregrinar hasta el umbral de la muerte, hizo su propio camino, como queriendo descubrir por sí misma la razón de cada cosa, de cada oración y de cada sacramento. Tuve oportunidad de administrarle el sacramento de la confesión y pude ver cómo hasta el último día quiso ser siempre más discípula que dueña de la verdad… de cualquier verdad.

Unos pocos días antes de morir me escribió un e-mail:

Apreciado Fray Nelson:

Espero se encuentre bien. Yo, aquí, dando, recibiendo muchas cosas que no por la enfermedad quedan truncas.

Fray Nelson: acepté ésto, acepté la enfermedad, acepté la voluntad de Dios. Este estado me llena de tranquilidad, y es difícil alcanzar este estado.

Fray Nelson: creo que pronto seré libre para estar con Dios, lo cual me regocija y me da alegría.

Agradecería su pronta contestación. Gracias, su hermana en el Señor,

Olga Clemencia Giraldo Talero

Bendito Dios que pude responder su mensaje. Mis palabras fueron breves, como breve tendrá que ser esta despedida, porque Olga se nos fue ayer. Se nos adelantó a la Casa del Padre. Entonces le dije, y ahora le digo:

GRACIAS por acordarte de mí. GRACIAS por la confianza que me has dado. GRACIAS por el testimonio de fe y de entereza que siempre encontré en tí.

Un abrazo!!!

Nunca me ha abandonado Dios, y menos ahora

Ante la enfermedad:

Éste es el testimonio, impresionante y lleno de esperanza, de un hombre joven, casado y padre de un hijo adoptado. Enfermo de cáncer, sigue confiando en el inmenso amor y sabiduría de Dios. Éstas son sus palabras:

Me llamo Alfonso Cervantes Pavón y tengo 40 años de edad. Estoy casado con Isabel Oviedo y llevamos 14 años de matrimonio. Hace un año y medio adoptamos a un niño pequeño. Dios, en el vínculo matrimonial, no nos había concedido hasta ese momento ninguno. Ya está cercano a los tres años de edad (los cumple el 18 de julio). Se llama Ángel (ciertamente es un ángel para nosotros) y padece retraso psicomotor, como consecuencia de una encefalopatía prenatal. Quiero contar, a través de estas líneas, mi experiencia de cómo el Señor ha acontecido en mi vida. Lo conocí hace ya muchos años, cuando empecé este Camino de gestación en la fe que es el Camino Neocatecumenal. En la Iglesia, Él se ha revelado como un Padre que me cuida, guía mi vida y me ofrece diariamente la salvación y el perdón de mis pecados. En el entorno familiar, he tenido los problemas típicos de convivencia de todos los matrimonios, pero siempre con el perdón del Señor como respuesta a nuestras debilidades. En el aspecto laboral, he alternado tiempos de trabajo como albañil, tubero, operario en la construcción de barcos…, pasando también por momentos de desempleo.

Especialmente significativos, aquellos tiempos que vienen a mi memoria ahora de forma especial. Trabajaba por aquel entonces como operario en la construcción de un barco. Inesperadamente, y sin estar éste finalizado, sufrí un despido que, ciertamente, no esperaba. Aquellas fechas, mi parroquia, mi segunda casa necesitaba mano de obra para finalizar la fase de construcción de los salones de Catequesis. El complejo parroquial se ha terminado a base de donaciones y de personas que han trabajado sin recibir ninguna compensación material a cambio. En contra, espiritualmente, todos los que hemos echado alguna peonada hemos recibido bendiciones de Dios, el ciento por uno, porque Dios nos ha bendecido con la fe, algo que hoy se me revela más valioso que todo aquello que la sociedad me puede ofrecer, incluía la salud.

Para gloria de Dios

Nunca Dios me ha abandonado, y menos ahora. A principios de diciembre de 2001, acudí al médico por padecer un fuerte dolor pectoral. Con el paso de los días, observaba cómo el cuadro clínico se iba agravando, al aumentar el dolor y por la aparición de fiebre intermitente. En la tarde del día de Navidad, quedé ingresado en el Hospital Universitario Puerta del Mar de Cádiz. Querían realizarme algunas pruebas. Se pensó en la posibilidad de una hepatitis C, de una inflamación hepática, o alguna enfermedad parecida; al cabo de unos días y sin mejoría aparente, recibí el alta médica en espera de resultados de unas pruebas médicas. Fueron pasando los días y continuaba sin experimentar mejoría alguna. Una tarde del mes de febrero, tras recibir la visita del padre Emilio, el párroco de San José Artesano, y algunos miembros de mi Comunidad Neocatecumenal, mi mujer, en contra de la voluntad de los médicos, me reveló la verdad: «Tienes un cáncer de hígado», me dijo entre lágrimas. Una enfermedad de mal pronóstico, e irreversible por lo avanzado de su estado. No había solución.

En aquel momento ocurrió algo sorprendente y trascendental: tras recibir la noticia de mi enfermedad, no me asusté. El Espíritu Santo, sin duda, nos asistió a mi mujer y a mí, y nos acompañó durante aquella tarde. Experimenté una paz interior que no se puede describir ni explicar.

Con esto quiero decir que Dios realmente asiste en los momentos trascendentales de la vida. Sin duda, el Señor me paraba los pies. Van pasando lentamente los días desde mi lecho. Ya apenas me levanto. He salido de casa algunos sábados para acudir a la Eucaristía en la parroquia. Solamente incorporarme del lecho me produce el mismo cansancio que a vosotros un día entero de trabajo. Pero, como dice el salmo, El Señor está conmigo todos los días. Él me asiste en mis dolores. Hace un par de semanas me han reforzado el tratamiento contra el dolor, para tener una mejor calidad de vida. Pero realmente lo que me hace sufrir son aquellas personas cercanas a mi familia que de alguna forma se han separado de Dios, han abandonado la fe, buscan, sin duda, la felicidad en otras cosas… Ruego al Señor por ellas.

Tengo muy claro que no soy yo, es Dios quien lleva mi enfermedad. Esta situación me supera, y ha redimensionado mi vida. Personalmente, no tendría fuerzas para llevarla adelante sin su ayuda. La garantía de que Él existe es que esta fuerza que actúa en mí es espiritual. Esto no lo puede explicar ni la ciencia ni la sabiduría humana, porque esta fuerza viene de Dios.

Espero y le pido constantemente no dudar de su amor, para que no salga de mis labios la siguiente pregunta: “¿Por qué a mí?”; deseo con todo mi corazón resistir a las acechanzas del demonio, que quiere que yo juzgue a Dios. Para gloria de Dios, no lo ha conseguido. Me siento asistido por todos los que me rodean, no sólo con su presencia, sino sobre todo por medio de la oración.

Todos los días recibo a Jesucristo en la Comunión y esto me mantiene vivo, me da fuerzas para dar una palabra de ánimo a quien lo necesita. Es Dios quien viene a mí; me visita, de igual forma que visitó a la Virgen María. También siento la presencia de Ella, mi Madre del Cielo, que escondida, en lo oculto, también intercede por mí.

Sé que me muero, no sé exactamente cuándo Dios me querrá llevar, pero tengo la garantía de que la muerte es precisamente un nacer a la Vida Eterna. Es el paso necesario para llegar a la presencia del Padre. Sé que en esta vida que se acaba –y que aquellos que me visitan y no creen en Dios lamentan como si hubiera recaído sobre mí una maldición– es necesario pasar por este trance, dar el salto a lo mejor, a lo definitivo, a lo verdadero: la Vida Eterna, la presencia del Padre.

Cómo Nace un Portal Católico

ORIGEN DEL PORTAL WEB: “PORTAL DE ORACIÓN.COM”

Hace tres años me encontraba estudiando Informática Educativa con otros cuarenta compañeros en la Universidad Minuto de Dios y asistiendo a clases los días sábados. En una ocasión me di cuenta que faltaba el Padre Fernando, párroco de Útica, población de Cundinamarca. Pregunté por él y alguien allegado al grupo de estudio de él me respondió que se encontraba grave en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Girardot pues un animal le había picado. Esta picadura le había producido una enfermedad grave de muerte y le hacía rebajar diariamente las defensas personales. Los médicos estaban desconcertados porque no podían atacar el problema que lo tenía al borde de la muerte con escasos tres días de vida.

Pedí al grupo que hiciéramos un momento de oración por la sanación del amigo, Padre Fernando. Así lo hicimos todos. Esa misma noche, navegué en Internet y me conecté con la Red mundial de Oración, en la página web www.iglesia.org. de la Universidad Pontifica de Argentina. Solicité que le pidiéramos al Señor la recuperación urgente del amigo, que no se fuera a llevar a este sacerdote que se necesitaba en la parroquia para seguir con su labor pastoral, que un sacerdote no era fácil de remplazar.

A los dos días empezaron a llegarme respuestas, e-mails, de diferentes partes del mundo, incluso de Alemania, donde me decían que se unían a mis oraciones por el Padre Fernando, por su salud. Un sacerdote de Costa Rica me comentó que, a partir de ese día, se celebraría la misa de las seis de la tarde en todas las casas de su comunidad: Martha y María, diseminada en cinco continentes. Era la Iglesia en oración. ¿Se puede resistir el Señor a este clamor? ¿El que creó el oído puede ser sordo?

¡Imposible! ¡Increíble! El sábado siguiente, con gran admiración y gozo, veo al Padre Fernando ya restablecido y sentado en su silla en el salón de clases. Los médicos habían quedado perplejos, no sabían qué había pasado, cómo se había recuperado. Nosotros sí lo sabíamos. Lo que para el ser humano es imposible, para el Señor ¡todo es posible!

Esta experiencia de la efectividad y eficiencia de la oración por Internet, esta experiencia unida a muchas otras más, me impulsaron a comprometerme a abrir también en Colombia una página web que diera la facilidad de solicitar intercesión por Internet. Así se lo pedí al Señor en oración y le dije que una vez Él dispusiera las cosas, lo que era yo haría algo semejante. Este año, el 25 de agosto, la página web www.portaldeoracion.com hace realidad este sueño. Con mi hijo Rafael Eduardo, genio para hacer páginas web, y con mi esposa Gilma, emprendimos este camino para la Gloria de Dios.

Gracias a Dios, mi Hijo es Sordo

Fray Nelson:

Hace 21 años, adolorida al ver al ver a mi bebé agonizando entre la vida y la muerte, en un estado crítico, le pedí a Dios: “Señor si he de recibir un castigo por no haber sido una buena mujer, quítamelo; él no tiene la culpa de mis faltas y aceptaré eso como mi castigo”. (Creía que merecía lo más malo; mi hijo era fruto de una relación no santa).

Dios no me lo quitó, Dios me lo dejó, y no para castigarme como alguna vez gente ignorante me lo dijo: “Esta va a ser su cruz”. Dios me regaló el ángel mas bello. Juan Carlos es sordo, y después de 20 años de luchas contra pronósticos médicos, contra el rechazo de su padre, contra la falta de recursos educativos, etc. etc, hoy en día no hay momento en que no le agradezca a Dios el haberme dado un hijo sordo.

Pues bien, le diré: Juan Carlos no conoce el egoísmo, no conoce el orgullo, no conoce la falsedad, no sabe de criticar, de condenar, de pensar mal de alguien.

Es un muchacho muy bueno, sano, AUTÉNTICO, bondadoso, respetuoso, que cada día en su silencio me da unas lecciones de vida increíbles. Si hubiera sido oyente estoy segura no sería así. Se siente muy comprometido en asistir a la misa los domingos a pesar de no poder entender la palabra, pero él me dice con sus señas, que siente la presencia de Dios.

Si quiere ver un juego en la TV, él sabe que debe grabarlo, o madrugar más temprano a Misa, y no porque yo se lo haya inculcado, no soy tan buena, es porque él así lo quiere. Dios nos ha bendecido grandemente.

A veces sólo vemos lo negativo, pero tenemos que ver en todo la voluntad del Señor y la voluntad del Señor siempre es para nuestro bien.

Al rededor de Juan Carlos, durante estos 20 años de vida, no me alcanza el espacio para enumerar las bendiciones que he recibido, tras cada sufrimiento y cada dolor y caída, el Señor me ha bendecido.

Hoy en día hemos tenido la oportunidad de tener un hogar lindo, su padrastro lo adora, y tiene un trabajo donde sus compañeros y jefes lo respetan y quieren. Nada de esto ha sido fácil pero todo todo se lo debo a mi Dios.

Mi amiga, la Adicta

Fr. Nelson Medina, O.P.

Hace unos días tuve que renovar mi licencia de conducción. Un trámite relativamente sencillo que toma, sin embargo, unas dos o tres horas, si uno quiere salir de las oficinas con su flamante licencia nueva.

Dos o tres horas son tiempo suficiente para entablar una buena conversación, sobre todo porque, dada la estructura del trámite en la oficina de tránsito, lo más común es que la fila que uno hace al principio se vaya repitiendo a lo largo de cada fase del proceso. Me explico: uno va recorriendo distintas etapas pero en cada etapa tiene adelante la misma persona, y atrás la misma persona.

Todo esto es una manera de introducir a Andrea. El nombre es ficticio, pero la realidad no. Tanto Andrea como yo estábamos preocupados por el tiempo que nos tomaría la diligencia completa, porque ambos queríamos terminar todo de una sola vez. Y tal vez por eso entablamos conversación con toda naturalidad.

En circunstancias así uno no suele empezar por los temas personales, pero lo cierto es que Andrea pronto brindó un retrato de sí misma: “Soy adicta”.

Se trataba de una mujer joven (cerca de 30 años), casada, sin hijos, con aspecto de profesional sin mucho dinero ni muchas necesidades.

Como era evidente mi condición de sacerdote, llegué a pensar que ella querría tal vez algún género de consejo sobre su vida o sobre dónde podría ayudarse en su recuperación, pero pronto descarté este esquema: era claro su buen estado de salud. No estaba en crisis. Su adicción no la azotaba, por lo menos no ante mis ojos.

Iniciamos, pues, un diálogo en el que alternaban mi deseo de conocimiento y su deseo de ser escuchada. Y lo que sigue es una trascripción (no grabada, desde luego) de ese intercambio.

—Soy adicta. Mi enfermedad es básicamente emocional aunque tiene un componente genético. Eso lo tiene claro la ciencia actual.

—¿Es nuevo eso de tratar las adicciones como enfermedades?

—No es nuevo, pero sí es lo único que ha traído una diferencia a nuestras vidas. Las recomendaciones morales, los castigos, las súplicas o cualquier otra cosa… todo ha demostrado ser inútil frente a la adicción. Los adictos somos expertos en manejar el mundo de los no-adictos. Podría decirse que los traemos a nuestra lógica mucho antes y mucho mejor de lo que ustedes podrían hacer con nosotros.

—¿Cómo es eso de “manejar el mundo”?

—Nosotros tenemos un conocimiento de las emociones mucho más profundo que la mayoría de las personas; hay quien ha dicho que ser adicto es un “don”, porque nos permite escrutar la vida con una profundidad que la mayor parte de la gente simplemente desconoce.

—¿Quisieras explicarte mejor?

—Yo recorrí el mundo del alcohol y el mundo de la droga. He visto cosas que usted no podría imaginar o que sólo le pueden llegar “enlatadas” o “domesticadas”, por ejemplo, a través de los relatos de otras personas. He sentido las cadenas; he conocido su poder. Me he burlado de todo y he maltratado todo, incluyendo lo que la gente consideraría más “sagrado”, como es su familia, su fama o su religión. Para mí la palabra “libertad” o la palabra “sobriedad” tienen una densidad que los demás no pueden entender. Sentirse “nivelado” es para mí una tarea; una tarea que tengo que asumir y disfrutar cada día.

—¿Cómo el programa de “sólo por hoy” de los Alcohólicos Anónimos (AA)?

—Obviamente. AA es el papá de todos los grupos de recuperación y de todas las terapias. La lógica es sencilla: mientras estés en el grupo, estás a salvo; si te sales, lo más seguro es que te caes.

—Perdón, pero ¿no es eso como otra clase de adicción, adicción a un grupo? No lo pregunto con mala intención…

—No se preocupe. Llámelo así, si le parece. El cerebro de un adicto funciona ligeramente distinto de otros cerebros. La recuperación, en el fondo, es una especie de transferencia: te van llevando de lo más autodestructivo a lo menos autodestructivo; de lo más dañino e insoportable socialmente a lo menos dañino socialmente. Uno va aprendiendo que hay unas reglas, que es posible conocer las reglas y que, en periodos controlados, uno puede seguir las reglas… y vivir bien.

—Disculpa si soy demasiado entrometido, pero ¿conociste a tu esposo en ese proceso de recuperación?

—Javier [nombre ficticio, también] y yo nos conocimos en algo relacionado pero muy distinto. Nuestros grupos nos enseñan a hablar del Ser Supremo, la Fuerza, el Trascendente, o Dios, como cada uno puede o quiere llamarlo. Lo que pasa es que uno pronto se da cuenta de que solo no va a salir. Se necesita un polo a la trascendencia; alguien a quien llamar; un espacio sagrado en el cual sumergirse y descansar. Yo iba buscando eso a través de grupos de meditación, y en uno de ellos encontré a Javier.

—Desde luego, él sabe tu historia…

—Desde luego. Y la acepta. Él es el ser más positivo del mundo. En eso nos complementamos bien. Mi ánimo es, haga de cuenta, un electrocardiograma. Todo el tiempo tengo que estar reconociendo las señales de alarma que mi organismo emocional puede empezar a darme: “¡cuidado, te estás deprimiendo!; ¡atención, histeria a la vista!; ¡crisis por llegar!”, y así sucesivamente. Javier, en cambio, es muy, muy estable. A todo le busca y le encuentra el lado positivo. Nos entendemos muy bien.

—Empezaste hablando de tu condición como una “enfermedad”. ¿Quiere decir que esa enfermedad es incurable?

—Puede decirse así. La verdad es que es un asunto como de palabras. Una persona que ríe, llora, trabaja, tiene un hogar, no le hace daño a nadie, ¿está enferma? Aparentemente no. Y en ese sentido yo no estoy enferma. Pero si necesito control de mí misma, vigilancia de mis emociones, grupos de apoyo, ¿qué soy? Tal vez una enferma en tratamiento exitoso.

A usted le serviría conocer más de esto, padre. En los grupos de recuperación yo he visto padres. No por ser sacerdotes están libres de un perfil adictivo.

—¿Es clara y nítida la diferencia entre adictos y no adictos?

—¿Sabe? Yo no creo. Casi toda persona humana tiene episodios adictivos: a una persona, a una idea, a una religión o a una emoción. La mayoría de las personas no atienden a eso porque salen relativamente con facilidad de esos episodios, o cambian tan rápida y eficazmente de objetos de atención que no se dan cuenta del peligro potencial en que se encuentran.

—Andrea, de veras: gracias por tu sinceridad y confianza.

—Gracias por decirlo. Pero no todo es confianza porque sí. Necesito recordarme a menudo qué soy y quién soy. En lo que soy, soy libre. La mamá de todas las adicciones es la fantasía… ¡Y es tan fácil mentirse!

—De nuevo, gracias. ¡Dios te bendiga!

—A usted padre, buen día.

Los Mejores Consejos

Acerquémonos a los sacerdotes no sólo a recibir por medio de ellos la Gracia de Dios, sino a compartir con ellos su humanidad.

Los mejores consejos los he recibido de un sacerdote. Veo su humanidad pero más que eso, veo al Cristo que habita en ellos. Para mí son un signo visible de la bondad de Dios. Por eso les tengo tanto respeto y cariño.

A veces miro sus manos gastadas por la vida y pienso: “Esas manos santas nos traen a Jesús todos los días”.

¿Acaso agradecemos tanto favor?

Es mucho el bien que recibimos de ellos. Lo recordaba un padre en su homilía:

“Un sacerdote está siempre contigo en los momentos más importantes. Cuando te bautizan, cuando haces tu confirmación, cuando necesitas consuelo y ayuda, cuando te casas. Y cuando enfrentas la muerte, un sacerdote es quien reza por ti, para que se abran las puertas del cielo”.

Recuerdo este sacerdote anciano con el que me solía confesar. Le agradaba hablarme con un tono paternal, pero también hubo ocasiones en que debió ser firme al decirme las cosas y yo sabía que tenía razón, que lo hacia por el bien de mi alma.

Un día lo encontré triste. Y al terminar la confesión le pregunte.

-Perdone –le dije -. Le siento diferente. ¿le ocurre algo?

-Hoy es mi cumpleaños. Y nadie me ha llamado. Tengo una hermana que vive en España, es mi único familiar y tampoco sé de ella.

Eran ya las seis de la tarde.

Le sonreí con cariño y exclamé:

-Feliz Cumpleaños Padre.

Me miró y sonrió.

-Usted es nuestro padre espiritual – continué – de manera que nosotros, todos los que nos confesamos con usted y que asistimos a sus misas, somos sus hijos espirituales. Somos su familia. Y le queremos. Usted no está solo. Tiene a Jesús, que le ama mucho, y a María que le quiere inmensamente. Usted dio su vida por Dios, y Él sabrá premiarlo en su momento.

Anoté la fecha de su cumpleaños y cada año solía enviarle una tarjeta con algún presente.

-Sé santo –aconsejaba – Que de tí se diga: “pasó por el mundo haciendo el bien”. “No manches tu alma con el pecado”.

¿Existe acaso alguna forma de pagar tanta gracia? Sí la hay. Queriendo mucho a los sacerdotes. Apoyándolos. Rezando por ellos, para que el buen Dios les fortalezca, y los guarde de todo mal. Y sobre todo pidiendo mucho por las vocaciones sacerdotales. Que Dios nos dé sacerdotes. Santos sacerdotes. Para que nos iluminen y nos muestren el camino al Paraíso.

Tu Nombre, Señor

¡Dios!, tu Nombre recorre los siglos.

Es la música de los astros,

el temblor de las estrellas

y el palpitar del universo.

Sobre la soledad del cosmos en silencio

se levanta majestuoso tu Nombre,

y venciendo a la noche del caos,

brilla con luz avasallante.

Más allá del ruido de palabras

y de la fría armazón de ideas,

su fuego cautiva el pensamiento

con la claridad del infinito.

Estable en medio de las aguas,

anclado bajo las olas,

no tiembla ante nuestras iras

ni crece con nuestros elogios.

Caerán los imperios a su hora

y serán olvidados los tiranos,

pero él, más joven cada mañana,

saludará impasible el fin de la historia.

¡Qué bien nos hace nombrarte,

y qué bueno que tú nos nombres!

Así nos unes a ti, que perduras:

la voz de quien te nombra es a su modo eterna.

La fatiga de la vida que pasa

llega a su descanso sólo con la muerte,

pero la muerte es suave reposo

para el que se duerme nombrando al que no muere.

Amén.