De lo feo y sus vecindades (7)

7. Vidas Irreprochables

Después de lo dicho, parece impracticable el camino que propone san Pablo cuando dice:

Y aunque vosotros antes estabais alejados y erais de ánimo hostil, ocupados en malas obras, sin embargo, ahora El os ha reconciliado en su cuerpo de carne, mediante su muerte, a fin de presentaros santos, sin mancha e irreprensibles delante de El (Col 1,21-22).

Hay un ideal de belleza interior o espiritual aquí presente, sintetizado en la expresión “sin mancha.” Creo que este adjetivo (en griego, ámomos) era bien querido para Pablo, pues lo usa en varios de sus escritos, pero es probable que fuera bien común en la predicación original de los Apóstoles, pues en el Nuevo Testamento se le halla también en Ef 1,4; 1 Tim 6,14; Heb 9,14; St 1,27; 1 Pe 1,19; 2 Pe 3,14; Jud 1,24; Ap 14,5.

Uno tiende a asociar a la santidad con la idea de la virtud o la bondad. No menos importante es, según vemos, que la vida se vuelva bella y no sólo buena. Por otra parte, ya esta asociación era familiar entre los griegos que espontáneamente describían a la gente honorable o noble como “buena y bella.” Rastro de lo mismo se haya entre otras lenguas en el inglés, que usa el adjetivo “beautiful” para casos en que nosotros los hispanohablantes no lo usaríamos, por ejemplo: “beautiful soup.”

Describir una vida santa como “bella” abre claves de comprensión fecundas. La lucha por ser buenos nos lleva a fijarnos objetivos concretos: metas para lograr, vicios qué erradicar, virtudes qué adquirir. Esto es necesario pero puede hacernos perder la visión de conjunto. Una vida no es bella si es desproporcionada. La mucha generosidad no es hermosa si no va unida a genuina sinceridad, pureza de corazón, sentido de la justicia, perseverancia en las dificultades, y así sucesivamente.

De otra parte, la búsqueda de la verdadera belleza hace desconfiar de la trivialización a que conduce lo simplemente grato o sensual. La belleza en su sentido más alto nos une al ideal de la contemplación, invita a la reconciliación entre sentidos y razón, abraza en un mismo camino a Oriente y Occidente, trasciende las limitaciones inherentes a toda teoría puesta en palabras, crea sentido profundo de comunión más allá de fronteras y siglos, y hace pregustar en algo la eternidad.

Deseo terminar recomendando vivamente la lectura de la Meditación del Cardenal Ratzinger sobre la Belleza.