Dar razón del hermano

Volvamos a los sacerdotes y la familia.

El mundo se ha llenado de comunicaciones pero no de relaciones reales, a escala humana. Puentes inmensos, imponentes, inimaginables hasta hace pocos años, cruzan como avenidas el espacio físico, pero no logran con la misma facilidad cubrir lo que nos puede distanciar del corazón de un vecino o de un compañero de trabajo. El Internet de los corazones no se ha inventado.

O tal vez ya se inventó, y se llama COMUNIDAD. Existe comunidad cuando existe un camino real de acceso al corazón del hermano. Cuando su historia me importa. Cuando tengo una idea clara de sus luchas y de sus alegrías, aunque por supuesto no todo el mundo tiene que saber todo de todo el mundo.

Entre los primeros cristianos todo el mundo sabía que Pedro había traicionado, pero también sabía que Jesús lo había perdonado. La noción de “privacidad” o de “respeto a la persona” no implicaba “desconocimiento” ni mucho menos “indiferencia” ante la historia de los demás. Al ejemplo de Pedro hay que añadir prácticamente TODOS los nombres que conocemos en el Nuevo Testamento: Pablo, el traidor; María Magdalena, la ex-posesa; Mateo, el publicano; Santigo, el ambicioso; Juan, el iracundo. Y sin embargo, ese conocimiento real de los demás no conllevaba desprecio sino aprecio a la historia que Dios ha sido capaz de labrar con el otro.

El género de “tejido” social de una Comunidad es entonces mucho más que “relaciones humanas” o “convergencia de metas o intereses.” Es una realidad teologal que nace cuando uno está expuesto junto con otros a los rayos bienhechores de la gracia divina que brota de la Palabra predicada por los apóstoles. La comunidad “transparente,” aquella en la que las personas pueden conocer sus miserias y leerlas desde la misericordia, es el milagro continuo que se construye sobre la base de una vida apostólica en sentido pleno, es decir, una vida que fluye de la palabra y la sacramentalidad de los apóstoles.

Es esta vida la que tiene que llegar finalmente a cada comunidad concreta, y por ello es apenas lógico pensar en comunidades estables de “laicos y clérigos,” en el lenguaje del Papa Juan Pablo. Comunidades donde el sacerdote y los fieles puestos bajo su particular cuidado se alimenten de una misma gracia mientras se reconocen como deudores unos de otros, renacidos todos del perdón. Tal es el entorno en donde todos pueden responder por (y son responsables de) todos. Esto es dar razón del hermano.