Hacia la Amistad con Jesucristo

Hemos comentado ya anteriormente que no deben tomarse de manera trivial expresiones como “ser amigo de Cristo,” y que la prueba es que, en la práctica y en la realidad, no nos resulta tan sencillo ser amigos de los grandes amigos de Cristo, que son los santos. Ello hace suponer que no es tan elemental lo de la amistad con Cristo.

Creo que lo que sucede es que solemos tratar la palabra “amistad” de un modo muy amplio, como si fuera equivalente a “simpatía”, “empatía” o una especie de cariño. Y desde luego es muy fácil sentir empatía o cariño por Jesús. De hecho, muchos no cristianos notables han tenido ese género de sentimientos; por mencionar uno, Mahatma Gandhi. ¿Quién no siente admiración por la coherencia de Jesús de Nazareth, por su palabra profunda y a la vez sencilla, por su ternura para con los débiles y su fortaleza ante los poderosos? Hay mucho que admirar en Jesucristo y uno puede pensar que, porque tiene admiración o cariño, empatía o una cierta identificación, ya uno es “amigo” de Cristo.

Todos esos sentimientos son válidos pero la amistad con el Hijo de Dios es algo más grande, más hondo y de mayores implicaciones. Jesús reservó la palabra “amistad” para un momento muy especial, cuando precisamente estaba revelando todo el caudal de su amor al Padre y a la Humanidad redimida por designio del Padre. Sólo entonces, en la noche solemne de la Ultima Cena, usó aquellas palabras que bien conocemos: “Ya no os llamo siervos… os he llamado amigos” (Jn 15,15).

Hay que destacar la expresión inicial: “ya no…,” la cual viene del original griego (ouketi). Esta expresión indica un punto de cambio, una coyuntura; marca un “antes” y un “después.” Por cierto, y como rasgo dramático, permítaseme recordar que Jesús siguió usando esta palabra al dirigirse a Judas Iscariote, cuando éste le estaba traicionando en el Huerto de Getsemaní (Mt 26,50).

Jesús usaba las palabras en su pleno valor para no devaluarlas. Si miramos en los evangelios, antes de la Pasión, Jesús sólo usa el término “amigo” un par de veces: una, refiriéndose a Lázaro, poco antes de volverlo a la vida (Jn 11,11), y otra en una predicación general, cuando quiere mostrar a quién deberíamos temer en realidad (Lc 12,4). ¡No son muchas veces! Parece claro que Cristo era cauto en el uso de sus palabras. Es un ejemplo que debemos seguir.

Otro hecho importante es que en los evangelios nadie se dirige a Cristo llamándolo su amigo. No conozco una sola excepción a este dato. Y si unimos este hecho al texto solemne de Jn 15,15, concluimos que el ser amigo de Jesucristo ni es algo que uno pueda dar por descontado ni es algo que uno consiga, por ejemplo, “portándose bien.” Los apóstoles llevaban años de admirar al Señor y de recibir su formación (que incluía un porcentaje notable de correcciones y regaños); seguramente sentían sincero afecto por él, pero la palabra “amigo” seguía estando reservada. Es algo que no puede decirse sin más, algo que no es un simple sentimiento, algo casi sagrado que denota un grado particular de cercanía o de unidad.

En efecto, para nuestra cultura y nuestro modo común de usar el lenguaje de la amistad, es muy extraño lo que dice Cristo a sus apóstoles: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14). Estamos acostumbrados a pensar la amistad de otro modo, y sin duda nos sentiríamos por lo menos atónitos si alguien nos hablara de que hay que obedecerle para ser amigo suyo. Es una señal más del uso delicado y profundo del lenguaje de la amistad cuando se trata de amistad con Cristo.

Parecen claras, sin embargo, dos cosas: primera, ser amigo de Cristo involucra todo nuestro ser, pues la obediencia a su palabra no es otra cosa que ponernos completamente bajo la influencia poderosa de su luz y su amor. En segundo lugar, ser amigo de Cristo es algo que sucede como una experiencia de “llamado;” uno es llamado a ser amigo de Él. En este sentido es interesante recordar un texto de la Carta de Santiago: “se cumplió la Escritura que dice: Y Abrahán creyó a Dios y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios.” También aquí la amistad es como un punto de llegada y no de partida.

Esto no quiere decir que no podamos hacer nada para ser amigos de Cristo Jesús. Lo que no debemos pensar es que es algo automático, ni forzoso, ni que se pueda adquirir. Es un fruto de la gracia santificante, en realidad; es el resultado de su amor en nosotros, que nos dispone para obrar en consonancia con su voluntad de modo que lo mejor de nosotros pueda hacerse realidad. Cuanto más creemos en la Palabra del Señor y cuanto mejor sintonizamos nuestra voluntad y nuestro amor con su voluntad, mejor dispuestos estamos para recibir el regalo que nadie podría merecer nunca: ser amigo del Hijo de Dios.