Julia es el nombre que sus padres, Anselmo Valle y María Cristina Dalbar, eligieron para ella. Nació el 26 de junio de 1847 en Aosta, y el mismo día fue bautizada en la antigua Iglesia de San Orso.
Los primeros años de su vida transcurrieron en la serenidad de una familia que se alegraba por el nacimiento de un nuevo hijo, Vicente, donde el trabajo de la mamá, que administraba un negocio de modista, y del papá, que desempeñaba una intensa actividad de comercio, aseguraban cierto bienestar.
Su madre murió cuando Julia tenía tan sólo cuatro años. Los dos huérfanos fueron confiados al cuidado de los parientes paternos, primero en Aosta, y después a sus parientes maternos, en Donnas. Aquí encontraron un ambiente sereno. La escuela, el catecismo y la preparación a los sacramentos, se hicieron en casa, bajo la guía de un sacerdote, amigo de la familia.
Cuando Julia cumplió los once años, con el fin de completar su instrucción, fue enviada a Francia, a Besançon, a un pensionado perteneciente a las Hermanas de la Caridad.
La separación de la familia resultó ser un nuevo dolor para ella, una experiencia de soledad que la orientó hacia una profunda amistad con el Señor que tiene a su lado a su mamá.
En Besançon aprendió bien la lengua francesa, enriqueció su cultura, adquirió habilidad en los trabajos femeninos, maduró una delicada bondad que la hizo amable y atenta hacia los otros.
Transcurridos cinco años, Julia regresó a su tierra, pero no encontró más su casa en Donnas. El padre se había vuelto a casar, siendo además transferido a Pont Saint Martín. La Beata halló una situación familiar tensa, donde la convivencia no era fácil.
Su hermano, Vicente, no lo soportó: se fue de la casa y no se supo nada más de él. Julia se quedó, y en su soledad nació el deseo de buscar aquello que la familia no le pudo dar: comprender a aquellos que viven la misma experiencia de dolor, buscar gestos que expresaran amistad, comprensión, bondad para todos.
En este período, en Pont Saint Martín se habían establecido las Hermanas de la Caridad. Julia halló allí a su maestra de Besançon. Las Hijas de Santa Juana Antida Thouret, la ayudaron y animaron.
Observó el estilo de vida donado a Dios y a los otros, decidiendo ser una de ellas. Cuando su padre le presentó la propuesta de un buen matrimonio, Julia no vaciló. Había decidido que su vida sería toda entregada a Dios. Deseaba solamente ser Hermana de la Caridad.
El 8 de septiembre de 1866, su padre la acompañó a Vercelli, en el Monasterio de Santa Margarita, donde las Hermanas de la Caridad tenían el noviciado.
Comenzó así una vida nueva en la paz, en la alegría, más allá de las lágrimas por una separación no fácil. Se trataba de entrar en una relación profunda con Dios, de conocerse a sí misma y a la misión de la Comunidad, para estar dispuesta a caminar donde Dios la llamara.
Julia ingresó con alegría en este andar de noviciado. Cada día descubría aquello que debía perder o conquistar. Jesús, despójame de mí misma y revísteme de Vos. Jesús, por ti vivo, por ti muero, era la oración que la acompañaba y la acompañaría a lo largo de su vida.
Al final del noviciado, con el hábito religioso, recibió un nombre nuevo: Hermana Nemesia. Es el nombre de una Mártir de los primeros siglos. De este nombre hizo su programa de vida: testimoniar su amor a Jesús hasta las últimas consecuencias, a cualquier precio, para siempre.
Siendo enviada a Tortona, al Instituto de San Vicente, se vio frente a una escuela primaria, unos cursos de cultura, un pensionado, un orfanato. Enseñó en esta escuela y en los cursos superiores la lengua francesa.
Era el terreno apropiado para sembrar bondad. La Hermana Nemesia estuvo presente donde había un trabajo humilde por desarrollar, un sufrimiento por aliviar, donde un disgusto impedía relaciones serenas, donde la fatiga, el dolor, la pobreza, limitaban la vida.
Muy pronto una voz se difundió dentro del instituto y en la ciudad: ¡Oh, qué corazón el de la Hermana Nemesia!
Cada uno estaba convencido de tener un lugar particular en su corazón, que parecía no tener limite. Hermanas, huérfanos, alumnos, familias, pobres, sacerdotes del vecino seminario, soldados de la gran Casa de Tortona recurrían a ella, la buscaban como si fuera la única hermana presente en la casa.
Cuando a los cuarenta años fue nombrada Superiora de la Comunidad, Nemesia quedó desconcertada, mas un pensamiento le dio coraje: ser superiora significaba servir ; por consiguiente, podría darse sin medida, y humildemente enfrentaría la subida.
Las líneas de su programa fueron trazadas: Enfrentar el paso sin volver atrás, fijando una única meta: ¡Sólo Dios! A Él la gloria, a los otros la alegría. A mí el precio a pagar: sufrir, mas jamás hacer sufrir. Seré severa conmigo misma y toda caridad será para con las hermanas. El amor que se dona es la única cosa que permanece. Su caridad no tenía limites. En Tortona la llamaban, nuestro ángel.
La mañana del 10 de mayo de 1903, las huérfanas y las pupilas encontraron un mensaje de la Hermana Nemesia para ellas: Me voy contenta. Las confío a la Virgen. Las seguiré en cada momento del día. Partió a las 4 de la mañana después de 36 años.
En Borgaro, pequeño pueblito cerca de Turín, existía un grupo de jóvenes que esperaba ser acompañado por un nuevo camino hacia la donación total a Dios en el servicio a los pobres. Eran las novicias de la nueva Provincia de las Hermanas de la Caridad.
El método de formación usado por la Hermana Nemesia fue siempre el mismo: el de la bondad, la comprensión que educa a la renuncia por amor, la paciencia que sabe esperar y encontrar el camino justo que conviene a cada una.
Sus novicias la recordaban: Nos conocía, comprendía nuestras necesidades, nos trataba según nuestra manera de ser, nos pedía aquello que consiguiera hacernos amar.
La Superiora Provincial, que tenía un carácter en perfecta antítesis con el suyo, disentía de este método. Ella aplicaba uno rígido, fuerte, inmediato. Esto generaba relevantes contrastes, que desembocaban en reproches y humillaciones.
La Hermana Nemesia acogía todo en silencio. Sonriendo continuaba su andar, sin apuro, sin dejar sus responsabilidades: De estación en estación, recorremos nuestro camino en el desierto. Y si el desierto es sordo, Aquel que te ha creado siempre escucha."
A lo largo de su recorrido, la Beata Nemesia se acercaba al final. Habían pasado trece años de su llegada a Borgaro. Cerca de quinientas hermanas aprendieron con ella a caminar los senderos de Dios. Había donado todo. Ahora el Señor le pedía también dejar a otras su noviciado.
La oración que hizo suya desde el inicio, Jesús, despójame de mí misma, revísteme de Vos, la acompañó a lo largo de toda la vida. Ahora podía decir: No soy más para ninguno. El despojo era total, era la última ofrenda de una vida donada completamente por amor.
El 18 diciembre de 1916, la Hermana Nemesia murió. Fue beatificada por Juan Pablo II el 25 de abril de 2004.