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Según la tradición, el martirio de San Pedro tuvo lugar en los jardines de Nerón en el Vaticano, donde se construyó el Circo de Calígula. Se afirma que fue sepultado cerca de ahí.
Algunos autores sostienen, que en el año 258 se trasladaron temporalmente las reliquias de San Pedro y San Pablo a una catacumba poco conocida, llamada San Sebastian, a fin de evitar una profanación. Pero, años después, las reliquias se devolvieron al lugar anterior.
En el año 323, Constantino comenzó a construir la Basílica de San Pedro sobre el sepulcro del Apóstol. Permaneció idéntica por dos siglos, y poco a poco los Papas fueron estableciendo junto a ella, al pie de la colina Vaticana, su residencia, tras el destierro de Aviñón.
En 1506, el Papa Julio II inauguró la nueva Basílica proyectada por Bramante. La construcción duró 120 años. La nueva Basílica de San Pedro, tal como se ve hoy, fue consagrada por Urbano VIII el 18 de noviembre de 1626 y el altar mayor construido sobre el sepulcro de Pedro.
El martirio de San Pablo tuvo lugar a unos 11 kilómetros del de San Pedro, en Aquae Salviae, actualmente Tre Fontane, en la Vía Ostiense. El cadáver se sepultó a tres kilómetros de ahí, en la propiedad de una dama llamada Lucina.
La construcción de la gran Iglesia de San Pablo Extramuros, la llevó a cabo el emperador Teodosio I y el Papa San León Magno.
Consumida por un incendio en 1823, se reconstruyó por medio de una imitación de la anterior, siendo consagrada por el Papa Pío IX el 10 de diciembre de 1854.
La fecha de su conmemoración se celebra en este día, como lo hace notar el Martirologio.
En aquellos días, Judas y sus hermanos propusieron: "Ahora que tenemos derrotado al enemigo, subamos a purificar y consagrar el templo." Se reunió toda la tropa, y subieron al monte Sión. El año ciento cuarenta y ocho, el día veinticinco del mes noveno, que es el de Casleu, madrugaron para ofrecer un sacrificio, según la ley, en el nuevo altar de los holocaustos recién construido. En el aniversario del día en que lo habían profanado los paganos, lo volvieron a consagrar, cantando himnos y tocando cítaras, laúdes y platillos. Todo el pueblo se postró en tierra, adorando y alabando a Dios, que les había dado éxito. Durante ocho días, celebraron la consagración, ofreciendo con júbilo holocaustos y sacrificios de comunión y de alabanza. Decoraron la fachada del templo con coronas de oro y rodelas. Consagraron también el portal y las dependencias, poniéndoles puertas. El pueblo entero celebró una gran fiesta, que canceló la afrenta de los paganos.
Judas, con sus hermanos y toda la asamblea de Israel, determinó que se conmemorara anualmente la nueva consagración del altar, con solemnes festejos, durante ocho días, a partir del veinticinco del mes de Casleu.
En aquel tiempo, entró Jesús en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: "Escrito está: "Mi casa es casa de oración"; pero vosotros la habéis convertido en una "cueva de bandidos"." Todos los días enseñaba en el templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo intentaban quitarlo de en medio; pero se dieron cuenta de que no podían hacer nada, porque el pueblo entero estaba pendiente de sus labios.
Habéis convertido la casa de Dios en una cueva de bandidos (Lucas 19, 45-48)
Cristo purifica de dos maneras sucesivas y complementarias: quitando lo que no es de Dios, y llenándolo todo con la belleza y poder de su Palabra. 8 min. 12 seg.
Además de buscar los beneficios, asumamos también las responsabilidades de nuestros oficios dentro de la Iglesia, procurando en todo la gloria de Dios. 6 min. 6 seg.
Cristo nos pide acoger al pecador sin complicidad, viviendo santamente y teniendo argumentos a la hora de defender y predicar el Evangelio. 6 min. 18 seg.
Debemos sacar de nuestra vida el veneno del pecado en el sacramento de la confesión para luego llenarnos del pan de la Palabra y de la instrucción de Dios. 5 min. 16 seg.
Probablemente para que la humanidad deje que Dios reine debe llegar a tal extremo que necesariamente suelte el control para que Él lo tome y se glorifique. 6 min. 5 seg.
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1.1 Los judíos se vieron enfrentados a lo irremediable: su joya preciosa, su niña mimada, el orgullo de sus ojos, había sido profanado hasta el extremo. El templo había sido desacralizado por la obra impía y altanera de Antíoco Epífanes y sus secuaces.
1.2 Pero el mal no tiene la última palabra. Después de la devastación puede venir el silencio del caos y de la muerte, o pueden renacer los cantos y las esperanzas. En el fondo la opción es nuestra.
1.3 Hay episodios trágicos que quieren secuestrar toda la vida: una quiebra, una violación, un espantoso accidente, por ejemplo. Son hechos que nos ahcen sentir profanados, radicalmente afectados, intrínsecamenbte sucios. Y sin embargo, no tienen por qué ser la última versión de nosotros mismos. Ser creyente, como Judas Macabeo y sus hermanos lo fueron, es tener el valor de decir: si existe la fuerza de la profanación también existe la fuerza de la consagración.
2. Purificando la Casa de Dios
2.1 La voz del profeta y del predicador realizan un ministerio de limpieza, de purificación (cf. Jn 15,3). También hay acciones que purifican, como la que vemos hoy en la acción de Jesús. Seguramente todos amamos la pureza y todos queremos ser templos vivos del Dios vivo (cf. 1 Cor 6,19). Pregunta: ¿estamos dispuestos a ser purificados por el Señor, aunque ello implicara algo como la escena que vemos hoy en el Evangelio?
2.2 Jesús purifica el templo y luego inicia un intenso ministerio de predicación en el templo purificado. La pureza no es un fin en sí misma, sino un espacio que abrimos para acoger más y mejor la gracia y la palabra. La pureza es como el silencio: nos libera del peso muerto, del pasado estéril, del ruido estorboso, y nos abre el mensaje precioso del Dios Santo y Bello.
2.3 El acto de Jesús se convierte en una especie de sentencia de muerte contra sí mismo. La purificación por la palabra llegará a ser purificación por la Sangre. Puesto en el Lugar Santo por excelencia, según el sentir de los judíos, su palabra barre no sólo los negocios de quienes comerciaban en el templo, sino también las pesadas y engañosas cargas de quienes se tenían por maestros del pueblo. Cristo los desautoriza; clausura un tiempo que ya no daba más de sí, e inaugura una realidad nueva que tiene por centro su mensaje y su vida misma. Es lógico que sus adversarios le vieran como un estorbo chocante en extremo, y que, dentro de esa lógica, buscaran el modo de quitarlo de en medio.
2.4 Finalmente, sin embargo, y a precio de Sangre, el templo es ahora nuevo. El Lugar Santo es el Cuerpo de Cristo, presente y vivo en nuestro altar, en nuestras manos, en nuestro corazón. Viene hoy también Jesucristo a dar pureza y a invadir con su diluvio de amor y justicia nuestra existencia.