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Se trata de la vida del Santo que inspiró la vocación del Papa Juan Pablo II; pintor de profesión y hermano lego dedicado a los pobres.
Alberto, en la juventud, luchó por la libertad de su patria. Luego, se dedicó al estudio y al ejercicio de su vocación artística en el campo de la pintura.
Pero, pronto centró su vida en el seguimiento de Cristo, que atiende a los más pobres y necesitados. Los "Albertinos" y "Albertinas", por él fundados en el seno de la Orden Tercera de San Francisco, han seguido y ampliado su obra y estilo humilde y fraterno.
Alberto Chmielowski, en el siglo Adán, nació en Igolomia, cerca de Cracovia, Polonia, el 20 de agosto de 1845, de padres nobles, Adalberto y Josefina Borzyslawska.
Creció en un clima de ideales patrióticos, de una profunda fe en Dios y de amor cristiano hacia los pobres. Quedó huérfano muy pronto, y sus familiares se hicieron cargo de él y de los demás hermanos, ocupándose de su formación.
A los 18 años se matriculó en el Instituto Politécnico de Pulawy. Tomó parte en la insurrección de Polonia en 1863. Cayó prisionero y se le amputó una pierna a causa de una herida.
Al fracasar la insurrección, se trasladó al extranjero, huyendo de la represalia zarista. En Gante, Bélgica, inició estudios de ingeniería.
Dotado de buenas cualidades artísticas, decidió estudiar pintura en París y en Munich. En 1874, maduro ya como artista, regresó a Polonia, decidido a dedicar «el arte, el talento y sus aspiraciones a la gloria de Dios».
Comenzaron así a predominar en sus actividades artísticas los temas religiosos. Uno de los mejores cuadros, el «Ecce Homo», fue el resultado de una experiencia profunda del amor misericordioso de Cristo hacia el hombre, experiencia que llevó a Chmielowski a su transformación espiritual.
En 1880 entró en la Compañía de Jesús como hermano lego. Después de seis meses, tuvo que dejar el noviciado por su mala salud.
Superada una profunda crisis espiritual, comenzó una nueva vida, dedicada totalmente a Dios y a los hermanos.
Acercándose a la miseria material y moral de quienes carecen de techo, y a los desheredados en los dormitorios públicos de Cracovia, descubrió en la dignidad menospreciada de aquellos pobrecillos, el rostro humillado de Cristo.
Decidió, por amor del Señor, renunciar al arte y vivir al lado de los marginados una vida pobre, dedicándoles toda su persona.
El 25 de agosto de 1887 vistió el sayal gris y tomó el nombre de hermano Alberto. Pasado un año, pronunció los votos religiosos, iniciando la Congregación de los Hermanos de la Orden Tercera de San Francisco, denominados Siervos de los Pobres o Albertinos.
En 1891 fundó la rama femenina de la misma congregación, Albertinas, con la finalidad de socorrer a las mujeres necesitadas y a los niños.
El hermano Alberto organizó asilos para pobres, casas para mutilados e incurables, envió a las hermanas a trabajar en hospitales militares y lazaretos, fundó comedores públicos para pobres, asilos y orfanotorios para niños y jóvenes sin techo.
En los asilos para los pobres, los hambrientos recibían pan; los sin techo, alojamiento; los desnudos, vestidos, y los desocupados eran orientados a un trabajo.
Todos contaban con su ayuda, sin distinción de religión o nacionalidad. En la medida en que satisfacía las necesidades elementales de los pobres, el hermano Alberto se ocupaba también paternalmente de sus almas, tratando de reavivar en ellos la dignidad humana y ayudándoles a reconciliarse con Dios.
Tomaba fuerza del misterio de la Eucaristía y de la Cruz para su acción caritativa. A pesar de su invalidez, viajaba mucho para fundar nuevos asilos en otras ciudades de Polonia y para visitar las casas religiosas.
Gracias a su espíritu emprendedor, cuando murió, dejó fundadas 21 casas religiosas, en las cuales prestaban su trabajo 40 hermanos y 120 religiosos.
Murió de cáncer de estómago, el día de Navidad de 1916 en Cracovia, en el asilo por él fundado, pobre entre los pobres.
Antes de su muerte dijo a los hermanos y hermanas, señalando a la Virgen de Czestochowa: «Esta Virgen es vuestra fundadora, recordadlo». Y: «Ante todo, observad la pobreza».
Su entera dedicación a Dios mediante el servicio a los más necesitados, su pobreza evangélica a imitación de San Francisco de Asís, su filial confianza en la divina Providencia, su espíritu de oración y su unión con Dios en el trabajo de cada día, son la herencia que ha dejado el hermano Alberto a sus hijos e hijas espirituales.
Enseñó a todos con el ejemplo de su vida, que «es necesario ser buenos como el pan que está en la mesa y que cada cual puede tomar para satisfacer el hambre».
La herencia espiritual del hermano Alberto, pervive en sus congregaciones, que extienden su acción misionera por tierras de Polonia, Italia, Estados Unidos y Argentina.
Convencidos de la santidad del hermano Alberto, sus contemporáneos lo definieron como «el hombre más grande de su generación».
Considerado el San Francisco polaco del siglo XX, el hermano Alberto fue beatificado en Cracovia el 22 de junio de 1983 por el Papa Juan Pablo II, quien también lo canonizó el 12 de noviembre de 1989 en Roma.
Salta, Argentina (1975) - Nacido el 22 de septiembre de 1917. Papá, que brille para tí la Luz que no tiene fin !!! en el Nombre de Jesús, descansa en paz.
Bogotá, Colombia (2005) - Mi madre fallecio y la recuerdo como si fuera ayer, es algo muy triste para mi. Como hijo siempre estuve al pie de ella, en sus cumpleaños, en su enfermedad, daba la vida por ella es algo muy grande que me arrancaron del alma. Dios la tiene allá entre los angeles resplandeciente y bella.
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abrán, diciendo: "Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos."
Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido:
Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía."
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía."
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: "Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado."
Él les contestó: "Dadles vosotros de comer."
Ellos replicaron: "No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío."
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: "Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta."
Lo hicieron así, y todos se echaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
El sacrificio de pan y vino ofrecido por Melquisedec prefigura la serena comunión de voluntades propia del sacrificio de Cristo en la Cruz. 9 min. 18 seg.
Manifestamos públicamente nuestra fe: para evangelizar, para dar un aporte específico a la sociedad y para proclamar que por Jesús y para Jesús fueron hechas todas las cosas. 5 min. 50 seg.
Muchas veces el mundo en que vivimos es como un desierto y en medio de éste la procesión del Corpus Cristi nos recuerda que Jesús con su abundancia reemplaza esa soledad con su dulce compañía y esa escasez de amor con la abundancia de su ternura. 4 min. 46 seg.
1.1 El Jueves Santo del año 2003 el Papa nos regaló un precioso texto sobre la Eucaristía, como alimento del Pueblo de Dios. De los números 5 a 16 entresacamos algunas preciosas meditaciones de Juan Pablo II. La numeración aquí dada es nuestra.
1.2 Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduo Pascual, pero éste está como incluido, anticipado, y "concentrado" para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa "contemporaneidad" entre aquel Triduo y el transcurrir de todos los siglos.
1.3 La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, "misterio de luz". Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: "Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron" (Lc 24, 31).
1.4 La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la esmerada atención que ha prestado siempre al Misterio eucarístico, una atención que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de los Sumos Pontífices. ¿Cómo no admirar la exposición doctrinal de los Decretos sobre la Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa promulgados por el Concilio de Trento? Aquellas páginas han guiado en los siglos sucesivos tanto la teología como la catequesis, y aún hoy son punto de referencia dogmática para la continua renovación y crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en el amor a la Eucaristía.
2. Misterio de la Fe
2.1 La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues "todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos...".
2.2 Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y "se realiza la obra de nuestra redención". Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.
2.3 La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, "derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: "En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6, 53). No se trata de un alimento metafórico: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (Jn 6, 55).