Se desconoce la fecha exacta de su martirio, pero parece que tuvo lugar en alguna ciudad de Mauritania, probablemente en Cesarea, la capital.
Las persecuciones estaban en todo su furor, y miles de cristianos eran torturados por los soldados romanos, sin esperar la sentencia del juez.
En tan terribles circunstancias, San Arcadio se retiró a la soledad. Sin embargo, el gobernador de la ciudad, al saber que no se había presentado a los sacrificios públicos, capturó a un pariente y lo mantuvo como rehén hasta que el prófugo se presentara.
Al saberlo, San Arcadio volvió a la ciudad y se entregó al juez, quien lo obligó a que se sacrificase a los dioses. Ante su negativa, el juez lo condenó a muerte, cortando cada uno de sus miembros de manera lenta.
Al encontrarse totalmente mutilado, el Mártir se dirigió a la comunidad pagana, exhortándolos a abandonar a sus dioses falsos y a adorar al único Dios verdadero, el Señor Jesús.
Los paganos se quedaron maravillados de tanto valor, y los cristianos recogieron su cadáver, empezando así a honrarlo como a un gran Santo.