Mi Testimonio

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5. El brillo de la ciencia

El 15 de agosto de 1980, a mis quince años de edad, Dios visitó mi alma en un grupo de oración. Era el día de la Asunción de la Virgen y yo esperaba ese día porque los padres dominicos que dirigían ese grupo, Fray Francisco Pardo y Fray Ernesto Mora se han caracterizado por su unción y amor al predicar de Nuestra Señora.

Después de comulgar, recogido en alabanza sentí como si se le “bajara el volumen” a todo lo que me rodeaba. No vi ni escuché nada con los sentidos del cuerpo, pero una luz penetró mi entendimiento con la certeza de que la vocación más bella en esta tierra era el sacerdocio, y que Dios quería esa vocación para mí.

Sin embargo, como terminé mi Secundaria de sólo 16 años y a esa edad no podía entrar en Seminario alguno, mi corazón se inclinó por la ciencia, a la que amé casi con idolatría, lo digo sin orgullo y con pesar. Me concentré en las Ciencias Exactas, animado por los excelentes resultados que había tenido en algunas Olimpiadas de Matemática. Mis padres, deslumbrados como yo por los resultados alentadores de mis estudios, se dedicaron a saborear su alegría, mezclada con un explicable orgullo.

 


 

6. El Universo que Dios quería

Por aquellos años, 1981-1982, yo estaba literalmente dedicado a la ciencia en la Universidad Nacional de Colombia. La amé de tal forma que ya había pensado en no casarme, y no por la vocación sacerdotal, a la que tenía olvidada, sino por consagrarme a la investigación pura, quizá emulando a un Isaac Newton, o alguien bien importante y grande... con las grandezas de este mundo.

Dios tenía otras ideas. Yo salía de mis clases o laboratorios y un extraño deseo me visitaba: quería ver a la Virgen María. Por aquella época, aunque yo me había olvidado de la experiencia de 1972, Dios en el fondo estaba atendiendo al anhelo de mi alma. En efecto, ¿para qué estudiaba yo todo aquello si no era para asomarme a las leyes del universo? Pues bien, María es el Universo como Dios lo ha querido. En María el designio de Dios sobre sus creaturas no tiene el obstáculo del pecado, y por eso en ella puede verse el “verdadero” Universo.

Aunque yo no entendí todo eso en aquellos tiempos, aquel deseo “absurdo” de acercarme a la Virgen hizo en mí un milagro: mi obsesión con la Ciencia se apaciguó, la idolatría cayó y mi alma estuvo dispuesta para recuperar la fuerza del llamado al sacerdocio.

7. Predicadores

Ayudó mucho en esos momentos un grupo de oración, llamado “Espíritu Santo” que se reunía no lejos de mi casa. Allá fui invitado y convencido por mi hermano Carlos. Los cantos carismáticos, las experiencias de alabanza, las vigilias y el servicio a los pobres no sólo fueron perfilando la vocación, sino que me mostraron junto a qué abismos de egoísmo, vanidad y orgullo estaba desenvolviéndose mi vida. Junto a Nohra de Triviño, Marinita de Urrea y Edgar Cuéllar, entre otros amigos, fui descubriendo la intensa alegría que surge de la predicación viva del Evangelio. ¡De veras me gustaba hablar “con Dios o de Dios”!

Por mayo de 1984, un cierre prolongado de la Universidad Nacional resultó providencial. Yo tenía un trabajo de medio tiempo con los amigos de las Olimpiadas de Matemáticas, que me dejaba tiempo libre, por ejemplo, para visitar a menudo el Centro Carismático del Minuto de Dios, aquí en Bogotá. Pensé por un tiempo en ser eudista, porque ese Centro estaba dirigido por Padres Eudistas (Rafael García-Herreros y Diego Jaramillo). La situación con mi familia se puso muy tensa, pues en ese momento ellos no podían entender el “exagerado” interés que yo iba tomando por las cosas de Dios.

Un diálogo oportuno con un antiguo amigo de familia, del que ya he hablado, el P. Francisco Pardo me ayudó a redescubrir la hermosura del carisma dominicano que yo ciertamente debía conocer por mi tiempo en el Colegio Santo Tomás, pero que sólo ahora cautivaba mi alma.


 


 

8. Hablando con Dios y de Dios

Dos cosas me atrajeron grandemente de Santo Domingo de Guzmán: su amor a la Virgen y el hecho, para mí sorprendente, de que toda su obra estuviese construida con la gracia y el poder de la palabra.

Ingresé a la Orden Dominicana el 27 de diciembre de 1984, para hacer mi prenoviciado, que tuvo lugar en Villa de Leyva. Luego, el 1º de febrero de 1985 ingresé a nuestro Noviciado en Chiquinquirá, Departamento de Boyacá.

¿Qué he encontrado? La alegría del tesoro escondido y de la perla encontrada, como nos habla Jesús en el Evangelio. Por bondad de Dios no he dudado del llamado divino, aunque sí he sabido y he comprobado muchas veces que soy profundamente indigno de esta hermosa vocación que ya en la Edad Media se resumía así: “hablar con Dios o de Dios”.

Me falta mucho, pero Dios ha hecho y confío en que seguirá haciendo su obra. Una naciente Asociación de Evangelización, Kejaritomene, y un Grupo hermoso de Vírgenes Seglares Dominicas, son la expresión de cuánto me ha amado Dios y cómo ha querido que le sirva.

A todos pido su oración. Amén.

 

 

 

 

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