Mi Testimonio

En este página comienza un testimonio, a manera de biografía comentada.

Si desea escuchar esta primera parte, en lugar de leer, haga clic aquí. Este archivo está en real audio. Si aún no tiene el programa para escuchar esa clase de archivos, vaya a Real Audio, donde lo puede bajar gratis a su computador. Mi testimonio tiene dos partes, la segunda puede bajarla aquí.

1. La infancia

Nací el 13 de mayo de 1965, en Santafé de Bogotá, Colombia. En mi familia, soy el tercero de cuatro hijos, todos varones. Mis padres, sin embargo, no son de esta ciudad sino de Barranquilla, al Norte de mi país. Habían llegado aquí por razones de estudio, y aquí se conocieron, se enamoraron y luego se casaron. La fe católica estuvo siempre presente en las familias de mis papás, sin que pudiéramos hablar de un fervor desbordante, un impulso misionero notable o una gran tensión hacia la santidad.

Fui bautizado un mes exacto después del nacimiento, el 13 de junio de 1965, que era día del cumpleaños de mi tía y madrina, Lida Ferrer. En casa todos guardamos un recuerdo lleno de amor y veneración por Lida, que falleció tempranamente, el 20 de junio de 1980. Lida no se casó. Dedicó lo mejor de sus fuerzas a cuidar a sus papás enfermos y a ayudar en la crianza de los cuatro sobrinos que le dio mi mamá. Fue una mujer pura, humilde, discreta, amorosa, piadosa. Faltando sólo unas horas para que llegara la visita inesperada de la muerte, Lida recibió una confidencia de mi papá: “No me extrañaría que Nelson se hiciera sacerdote”, le dijo él, y ella sonrió. Con esa noticia sobre mí, y mil recuerdos de todos, Lida se fue a los cielos.

 


 

2. “Quiero conocer a esa Niña...”

Mis padres y quienes conocieron mi primera infancia coinciden en decir que yo era más bien de mal genio. No era el menor de mis pecados. La vanidad y el orgullo, entre otros, estaban claramente sembrados en mi alma de niño, y por eso miraba con distancia, con infinita indiferencia las prácticas religiosas de mi familia, es decir, la Misa, el Rosario (que era más bien ocasional en esa época) y la Novena del Niño Dios, en Navidad.

Cuando hice mi primera comunión, el 7 de octubre de 1972, las cosas no cambiaron. Mi corazón era una piedra fría. Pero Dios me tenía una sorpresa para ese año. Llegó la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Fuimos a Misa a la Iglesia del Seminario, en Barranquilla. Y el padre que predicó nos dijo en la homilía, lo recuerdo muy bien: “¿Cómo les explicara yo este misterio de la Inmaculada Concepción? Es como pensar en una Niña, que crece y se hace mujer, pero sigue siendo en realidad Niña.” Un relámpago cruzó mi mente de niño. Un deseo irreprimible, intenso y bello se adueñó de mí: “¡Yo quiero conocer a esa Niña!”. Aquel día recibí el Cuerpo de Cristo en la comunión queriendo ver a la Niña que había crecido ante Dios. Desde entonces he conocido a muchas jóvenes y he tenido muchas amigas, pero yo suelo decir: esa parte del corazón con que la gente se enamora, en mí la ocupó la Virgen desde aquella noche de diciembre.

3. El amor de Dios Padre

No debe pensarse que la experiencia del amor de la Virgen y a la Virgen produjo un efecto instantáneo en mí. No he sido fácil para Dios, lo confieso con arrepentimiento. Mi tiempo de estudios primarios transcurría tranquilo a un ritmo sencillo y repetido, que sin embargo no me parecía monótono: de la casa al colegio, y del colegio a la casa. Después de kinder y primero de primaria en un pequeño colegio cerca a casa, el “Torres Melo”, fuimos con mis hermanos mayores al Colegio Santo Tomás de Aquino, de los Padres Dominicos. Los resultados académicos eran satisfactorios para mis padres, y eso me bastaba, porque me gustaba hacerlos felices.

Estando en 5º de primaria sucedió algo bello. Era el tiempo de las pruebas finales y se acercaba el examen de matemáticas, con un profesor al que muchos niños temían, Alberto Geraldino. Sin ser ningún genio, yo era bueno para las matemáticas, y no tenía ese miedo. Mi sorpresa fue grande cuando me dijeron que yo quedaba eximido del examen, porque mis resultados durante el año habían sido muy buenos. Salí entonces del salón de clase y caminé un poco por el colegio. Brotó de mí oración, para darle gracias a Dios por ese regalo. Y entonces dije despacio con todo mi amor el Padrenuestro. Lágrimas de gozo bañaron mis ojos de niño. Algo amanecía en mi alma, una certeza: “Dios es mi Padre. ¡Él me ama!”


 


 

4. El don del Espíritu Santo

Unos dos años después, comenzamos a asistir, sobre todo con mi mamá, a un grupo de oración. Estos grupos han sido siempre muy importantes en mi vida. Lo que no me gustó después de ese grupo es que ellos no se presentaban como lo que eran, es decir, como protestantes. Simplemente callaban los temas de polémica con la Iglesia Católica, mientras lograban atraer a la gente. Por aquel entonces su nombre era Alfa y Omega, aunque entiendo que después tomaron otro nombre: Cruzada Estudiantil y Profesional de Colombia. Desconozco si siguen escondiéndose con otros nombres y ganando así subterráneamente católicos para su causa.

Mas había cosas buenas en ellos. Los que éramos más jóvenes nos reuníamos en la azotea de una casa grande que tenían por el Barrio “Los Alcázares”, y allí nos predicaba un muchacho que yo siempre he creído que era muy sincero. Tendría él por ese tiempo de unos 27 a 35 años de edad. Cristo lo había rescatado del fondo del vicio de la droga, y él hablaba con intenso amor del Señor Jesús y del poder del Espíritu Santo.

Nos anunció que en determinada fecha quería orar por nosotros para que recibiéramos el don del Espíritu. Yo no era muchacho especialmente dado a esos fervores, pero cuando él oró por mí, sentí que un fuego de amor me recorría y un llanto de gozo me visitaba nuevamente. Fue algo hermoso que hoy recuerdo pidiendo a Dios por la unidad de todos los cristianos... sin mentiras ni dobleces.

 

 

 

 

Continúa...

 

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