Exceptuando a San Antonio, ningún ermitaño del desierto adquirió tan amplia fama como San Juan de Egipto, que era consultado por emperadores.
Sus alabanzas fueron cantadas, además, por San Jerónimo, Paladio, Casiano, San Agustín y muchos otros. Nació en la bajada Tebaida, en Licópolis, siendo educado en el oficio de carpintero.
A la edad de 25 años decidió abandonar el mundo y se puso bajo la guía de un anciano anacoreta, quien durante diez años lo ejercitó en la obediencia y abnegación de sí mismo.
El Santo acató con humildad y sin replicar, por irracional que fuera, la tarea que se le imponía, continuando con este ejercicio hasta la muerte del anciano.
Se retiró a la cumbre de una escarpada colina, donde construyó tres celdas contiguas. Ahí permaneció hasta el final de su vida.
Durante cinco días de la semana hablaba con Dios, pero los sábados y domingos, las personas podían acercarse para oir sus instrucciones y consejos espirituales.
San Juan no fundó ninguna congregación, pero se le considera como el Padre de todos los ascetas. Cuando sus visitantes llegaron a ser tan numerosos, fue necesario construir mas celdas para recibirlos.
También resultó ser especialmente famoso por las profecías, milagros, el poder de leer los pensamientos y de descubrir los pecados secretos de aquellos que lo visitaban.
Falleció a la edad de 90 años, mientras estaba de rodillas orando con el Padre Celestial.