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Nació hacia el año 250. Tuvo siempre un carácter apacible y bondadoso, que de modo especial demostraba con los débiles y menesterosos.
Era, por naturaleza, un hombre de paz. Llevaba dentro de sí un espíritu conciliador como consecuencia de la caridad.
A la muerte de Aquillas, en el 313, fue propuesto y nombrado para la sede de Alejandría. Aquí se vio envuelto en asuntos doctrinales, que le harían sufrir lo indecible, le madurarían en la profesión de la fe cristiana y lo convertirían en su paladín.
No le quedó más remedio que ser fiel a su condición de pastor, aún a costa de la fama y de su bienestar. Tuvo que sobreponerse a sí mismo y hacer que su bondad se manifestara como intransigencia en cuestiones que él no podía tocar y menos cambiar.
El Patriarca resultó ser un hombre celoso en el cumplimiento de su oficio. Le preocupaban los indigentes, y con ellos mostró una generosidad poco frecuente. Alentó el ascetismo de los solitarios anacoretas, que se entregaban sin condiciones a Dios en el desierto de Egipto, con una vida de penitencia.
Hizo construir el Templo de San Teonás, el mayor de Alejandría. Mantuvo la paz y tranquilidad mientras se resolvía la fecha para la celebración de la Pascua.
En torno a su persona y a su ministerio, aparecieron figuras que para siempre quedarían presentes en el campo de la teología: Atanasio y Arrio. El primero aprendió a ser buen Obispo a su sombra, aún a costa de destierros. El segundo llevó colgado hasta el fondo de la historia y sobrepasando su propia muerte, el bochorno de la rebeldía y la tristeza de la pertinacia en el error.
La Iglesia salió enriquecida por la afirmación a perpetuidad de la Verdad, y el campo de la teología quedó armado con expresiones aptas para la manifestación del Credo.
Al poco tiempo de ser Alejandro Patriarca, comenzó a dar castigo Arrio. Había empezado a poner al descubierto su personalidad inquieta, además de su carácter díscolo y rebelde. Ahora, predicaba cosas extrañas sobre Jesucristo, no coincidentes con la verdad profesada en la Iglesia.
No sirvieron los avisos del Patriarca. Es más, se empeoró el asunto por el favorable eco que encontraba su enseñanza en determinados sectores superficiales de creyentes, y la facilidad con que la aceptaban algunos provenientes del paganismo.
Aquellos círculos iban ampliándose, y lo que comenzó sólo como una doctrina anormal, fue tomando tintes de herejía por la pertinacia en la defensa y lo importante del error.
Arrianismo se denominaría la herejía. Enseñaba Arrio, que el Hijo no es eterno, sino que sólo es una especial criatura. No tiene la naturaleza del Padre; sólo hay una Persona divina. La Trinidad, misterio peculiar cristiano, quedaba destruida. Como consecuencia directa, la Redención de Cristo es limitada, no infinita.
El responsable de la fe en Alejandría no podía permanecer indiferente en estas circunstancias. Convocó en el 318, una reunión -la llamaron Sínodo- para los Obispos de Egipto y Libia. Entre todos debían entender del tema y expresar la verdad de la fe que en la Iglesia se profesaba. Todo terminó con la excomunión de Arrio y la condena de su doctrina.
Como iba aumentando el revuelo, el emperador Constantino tomó cartas en el asunto. Fue mal informado por los dos Eusebios, el de Cesarea y el de Nicomedia, proclives a aceptar la doctrina nueva.
Se envió como legado a Osio de Córdoba para arreglar el asunto que se estimaba como «cuestión de palabras». Pero, ya sobre el terreno, descubrió lo irreductible a la fe de Arrio y la importancia del tema.
Solamente una reunión general de todos los Obispos podría arreglar el problema. Entre otros muchos allí, estuvieron presentes, -aunque anciano-, Alejandro, y su secretario Atanasio. De este modo, nació después del de Jerusalén, el primer Concilio, el de Nicea.
En el año 325 expresaba la Iglesia su fe genuina, -tal como la vivió siempre-, recibida de los Apóstoles y contenida en la Escritura Santa, condenando el arrianismo que por siglos duraría entre cristianos y los separaría de la verdadera Iglesia.
El Patriarca Alejandro, defensor del tesoro recibido, murió poco después, en el 326, en su sede, con la misión cumplida.
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En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: "Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes."
Y añadió: "Así será tu descendencia."
Abrán creyó al Señor, y se le contó en su haber.
El Señor le dijo: "Yo soy el Señor, que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en posesión esta tierra."
Él replicó: "Señor Dios, ¿cómo sabré yo que voy a poseerla?"
Respondió el Señor: "Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón."
Abrán los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres, y Abrán los espantaba.
Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán, y un terror intenso y oscuro cayó sobre él.
El sol se puso, y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán en estos términos: "A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates."
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: "Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías."
No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: "Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle."
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Cuando nos llenamos con la virtud preciosa de la oración, Dios ilumina con el esplendor de su amor y su gracia, lo sencillo y cotidiano de nuestra vida. 5 min. 10 seg.
Estamos llamados a vivir en estrecha unión con el Padre de modo que nuestra vida no es un simple padecer sino que ya tiene un anticipo reflejado en el rostro transfigurado de Jesús. 4 min. 49 seg.
El camino para llevar una vida transfigurada es en comunidad, se requiere esfuerzo, oración y la Palabra de Dios para no equivocarnos y no imaginar a Cristo, para que Él reine en nosotros. 5 min. 12 seg.
1.1 En medio de la noche, Dios lleva a Abrahán, primero a la contemplación de la grandeza de sus promesas y luego al reconocimiento de la propia nada.
1.2 Porque hay aquí la historia de dos noches. Una, la de contar las estrellas; otra, la de permanecer semiaterrorizado ante los trozos de carne despedazada. Esta segunda escena, bueno es aclararlo, nos remite al modo en que solían celebrarse las alianzas entre jefes de tribus o clanes, en aquella época: los que sellaban alianza pasaban por en medio de los animales despedazados y juraban, cada uno por los propios dioses, que querían un destino semejante si llegaban a incumplir las promesas hechas.
1.3 Si lo miramos bien, estas dos noches, la de la admiración y la del espanto, se corresponden bien con esas dos dimensiones que la antropología moderna ver en el hecho religioso: "fascinante" y "tremendo." Belleza que encanta y abismo que espanta; sublime ternura de un Dios que enciende la esperanza y temeraria audacia de un mortal que conversa y peregrina de cara a su Dios. Tal es la alianza; tal es la cuaresma.
2. La Transfiguración
2.1 Con mayor gusto damos hoy la palabra a nuestro hermano de comunidad, Fr. José Ma. Prada, O.P., en su reflexión sobre el evangelio de la Transfiguración.
2.2 El Maestro, con el que habían vivido durante tres años sus discípulos, exteriormente era un hombre como los demás palestinos de su época, No era ni más grande ni más pequeño, con el color bronceado de la piel, como correspondía a los habitantes del desierto, con ojos talvez castaños, con las mismas necesidades y flaquezas humanas, menos el pecado. Era tan parecido a sus discípulos, que Judas, para identificarlo en el huerto, tuvo que dar una señal:: Aquel a quien yo besare, ese es. Sin embargo, en su interior, se diferenciaba substancialmente de los demás hombres porque era el Verbo de Dios encarnado, era Dios y hombre. Pero esto era una realidad oculta, un misterio que solamente se descubría por revelación del Padre, como se lo dijo a Pedro. Ni siquiera los demonios llegaron a saber a ciencia cierta quien era, porque de lo contrario, no lo hubieran llevado a la cruz porque allí sufrieron su derrota.
2.3 En la transfiguración mostró Jesús a sus discípulos, por un instante, su verdadera personalidad, su gloria, su belleza divina, oculta hasta esos momentos en su humanidad. Su rostro brillaba como el sol y sus vestidos blancos como la nieve. Allí aparecen también Moisés y Elías para presentarlo como el Mesías, mucho más poderoso que ellos y al que habían anunciado tantos años antes. Le hablaban de su próxima muerte ignominiosa. En ese instante, una nube densa lo cubrió como fue cubierta el arca de la alianza, como signo de la presencia de la divinidad. Y así lo entendieron los tres discípulos al arrojarse sobre la tierra, temblorosos por la cercanía de Dios.
2.4 Esta revelación fue confirmada por el Padre celestial: este es mi Hijo muy amado, escuchadlo. Con estas palabras, el mismo Padre da testimonio de la mesianidad de su Hijo. Ese hombre que verán traicionado, sentenciado, azotado, coronado de espinas, escupido, llevando la cruz a cuestas hacia el calvario y muerto en la cruz, ese era el Hijo de Dios.
2.5 Estos tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan, se volverán a encontrar solos con Jesús, en el huerto de Getsemaní, tan desconcertados como lo están ahora. Entonces no entenderán absolutamente nada. Se olvidaron totalmente de la epifanía del monte. Solamente después de la resurrección de Jesús, empezarán a entender estos misterios; y es que los misterios de Jesús, sólo se podrán entender a la luz de la pascua y con la fuerza del Espíritu Santo.