¿POR
QUÉ LA CRISIS DE ORACIÓN EN LOS RELIGIOSOS?
Fr. Angel
Villasmil, O.P.
En la reflexión pasada, “La oración en los religiosos”, al momento de determinar el origen de la deficiencia en la vida de oración de muchos religiosos, yo aludía a la crisis introducida por la Modernidad, por la sociedad de la racionalidad científico técnica, y la pretensión del destierro de Dios del contexto del mundo y de la historia. Sin embargo, en este intento de reflexión crítica, creo que es preciso dar unos pasos más adelantes, y ofrecer algunos elementos más de discernimiento, que nos permitan situar y delimitar bien el problema.
En primer lugar, miremos
la situación de la promoción vocacional en general. A veces es dramático el triunfalismo con que se enarbola la
abundancia vocacional y el donaire de seguridad con que se asume la existencia
de muchas vocaciones. ¿Es suficiente
este elemento para decir que los religiosos estamos bien? Ni más faltaba. Por el contrario, la abundancia de vocaciones debe ser un
indicativo de la necesidad que tenemos los religiosos de someter a la criba del
discernimiento este hecho fundamental.
No porque sean muchas las vocaciones, podemos decir que “estamos bien”,
que estamos conociendo momentos de gloria y de esplendor.
Vienen a mi memoria dos
momentos de la historia especialmente significativos a propósito de lo que
vengo diciendo. El primero, el siglo
XIV, el nefasto siglo conocido en la historia de la vida religiosa como el
“siglo de la claustra”. Europa se
encontraba devastada por la Guerra de los Cien Años, entre Francia e
Inglaterra, y por la Peste. Estos
hechos, desde el punto de vista vocacional, hicieron que se diera un repunte
significativo de las vocaciones. Pero
¿qué tipo de vocaciones? Hombres y
mujeres que, sin tener una auténtica y verdadera vocación, asumían el estado
religioso y sacerdotal, haciendo que la vida religiosa y el ministerio
sacerdotal conociera degradaciones verdaderamente alarmantes. La Iglesia conoció el drama del cisma de
Occidente, y la Orden de Predicadores, entre otros Institutos, conoció la
primera reforma, llevada a cabo por el Beato Raimundo de Capua, en Italia, y
por el Beato Álvaro de Córdoba, en España.
Como una respuesta a esta situación, nace el movimiento de los “amigos
de Dios”, aupados en buena parte por los místicos renanos: Fray Juan Tauler, el
Beato Enrique de Seuze y el Maestro Eckart.
El otro hecho de la
historia al que aludo, es la España de mediados del siglo pasado. Después de la Guerra Civil, en efecto,
cuando España conoció la tragedia más grande de su historia contemporánea, las
vocaciones conocen un auge tal, que las diócesis españolas se encontraban
abarrotadas de clérigos que emigraban, principalmente, para los países de
América Latina. Otro tanto sucedía con
las Ordenes y Congregaciones Religiosas.
No obstante, por poner un ejemplo, Conventos como el de Nuestra Señora
del Rosario de Almagro, en Ciudad Real, que contaba en su haber con más de
trescientos frailes, ahora sólo cuenta con tres, que cuidan este monumento
histórico que perteneció a los Calatravos.
Otro tanto sucede con los Conventos de Pedro Mártir de Alcobendas y el
Real Convento de Santo Tomás de Ávila, por mencionar algunos de nuestra Orden.
Frente al auge
vocacional, pues, no podemos ser ingenuos.
La primera y más fundamental exigencia y requerimiento que se debe a ser
a uno o a una que diga tener vocación, es su experiencia de Dios. Estamos completamente de acuerdo en que una
experiencia de Dios no puede ser objeto de medición o cuantificación. Sin embargo, hacer la pregunta por la
experiencia de Dios, por la vida de oración, de quien se dice llamado por el
Señor, es de vital importancia porque
¿cómo decir que he sido llamado por el Señor si no he tenido una experiencia
del Señor que me llama? Aquí entra en
juego la lógica más elemental... No puedo decir que he sido llamado por alguien
cuando no conozco a ese alguien que me llama.
Los relatos de vocación que recoge la Escritura, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento, nos presentan la vocación de los grandes hombres
de la Biblia dentro de un contexto de experiencia de Dios.
La experiencia de Dios
no está condicionada en sus formas y en su desarrollo. Sin embargo, no hay que negar que el
contexto privilegiado de una experiencia de Dios es la oración, porque podemos
llegar a tener experiencia de una persona cuando nos relacionamos con
ella. Es por ello que dice Santa Teresa
de Jesús, en el capítulo VIII del “Libro de su Vida”: “no es otra cosa la
oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces a
solas con quien sabemos nos ama”. Así,
puede que la experiencia de Dios tenga lugar en otros contextos y de otras
formas; pero, repito, es innegable que la oración, el trato íntimo y asiduo con
el Señor, es lo que nos garantiza una experiencia suya de una manera
privilegiada.
Dentro de la promoción
vocacional y a la hora de admitir a un candidato o candidata a la vida
religiosa, es imprescindible la pregunta por la experiencia de Dios. ¿Cualidades humanas? ¿Valores morales? ¿Cualidades intelectuales?
Todo esto y lo que se quiera.
Pero la experiencia de Dios es imprescindible. De lo contrario, la vida religiosa estaría amenazada en su más
genuina esencia.
En segundo lugar, el
proceso de formación. ¿Están
encaminados los procesos de formación a permitir que el formando vaya creciendo
en una auténtica y unificadora experiencia de Dios? ¿Es la vida de fe, la vida espiritual, lo esencial dentro del
proceso de formación? Es indudable que
los formandos de hoy disponen de muchos más medios para la formación de los que
pudimos disponer muchos que nos formamos en décadas pasadas. Sin embargo, cabe preguntarnos si estos
medios permiten al formando un crecimiento, gradual y progresivo, en su
experiencia de Dios.
Todo lo anterior, nos
sitúa frente a una realidad que de suyo es insoslayable: un formador tiene que
ser, ante todo y sobre todo, un maestro de espíritus. Por maestro de espíritu, entiendo aquella persona que, teniendo
en su propia vida una intensa y profunda experiencia de la acción del Espíritu
Santo en su vida, es capaz de orientar a los demás –en este caso a los
formandos- en su proceso de experiencia de Dios. Esta era la mentalidad de los monjes de los primeros siglos:
llegado un candidato al monasterio, se le encomendaba a uno de los monjes más
experimentados en la vida espiritual, de modo que garantizara en el monje joven
la experiencia de Dios que lo llevara a asumir su estado de vida de una forma
completamente unificada.
En definitiva, pues,
para garantizar la experiencia de Dios y la vida de oración en la vida
religiosa, debe haber una atención esmerada en la promoción vocacional, en la
selección de los candidatos. No todo el
que diga tener vocación, debe ser admitido sin más a las filas de la vida religiosa. No se puede caer en la tentación de pensar
que es preciso admitir a todos los que digan tener vocación, para garantizar
así la permanencia de la Orden, de la Congregación, de la Provincia o del
Monasterio. Por otro lado, es menester
garantizar el proceso de formación como un espacio en que el formando crezca en
su experiencia de Dios, a través de una vida de oración que le lleve a vivir su
vida en clave de historia de la salvación, y le permita asumirlo todo desde las
perspectiva de Dios y con la mirada de Dios.