LA ORACIÓN EN LOS RELIGIOSOS

 

 

Fr. Angel Villasmil, O.P.

 

Está fuera de toda duda, que la vida religiosa es un don de Dios a la Iglesia; los hechos y los signos a lo largo de la historia, así como los pronunciamientos de la Iglesia al respecto, lo indican indubitablemente así. No obstante, el sólo reconocimiento de la vida religiosa como don de Dios, no debe eximirnos –a nosotros los religiosos, principalmente- de estar siempre en disposiciones de situarnos críticamente sobre la realidad de la vida religiosa en el momento presente. Podemos preguntarnos serenamente, en este sentido, si nosotros seguimos haciendo posible que la vida religiosa sea en verdad un signo de los bienes definitivos del Reino de Dios. Este examen crítico nos lo exige el imperativo permanente de la fidelidad a la que somos llamados y la urgencia de vivir la radicalidad de la vida cristiana que constituye la vida religiosa.

 

Sin ánimo alguno de dar lugar al pesimismo, yo considero que la vida religiosa contemporánea está pasando por un momento verdaderamente crítico en muchos sentidos. No podemos enarbolar, con donaire triunfalista, el auge vocacional al que están asistiendo muchos institutos de vida consagrada, y con ello disimular la crisis que estamos viviendo como persona que ha sido consagradas por el Señor para ser testigos de Jesucristo, Virgen, Pobre y Obediente en el mundo. Un exhaustivo y minucioso análisis de todas las esferas de la vida religiosa y de sus manifestaciones en la vida de la Iglesia, nos pueden arrojar indicativos de esta crisis a que vengo aludiendo.

 

¿Dónde está la razón de esta crisis? ¿Dónde se origina que la vida religiosa esté experimentado una crisis, que lleva a la consecuencia de desfigurar su propio rostro? Es difícil decirlo, pero la honradez lo exige: la crisis de la vida religiosa sitúa su origen en una pérdida progresiva del sentido de Dios. De una u otra manera, la Iglesia –y dentro de ella vida religiosa- no ha superado la crisis de fe y se sentido originada por la Modernidad. En efecto, la asunción de la razón crítica como el único paradigma científico posible, y los avances de la ciencia, de la técnica y de la tecnología, han hecho posible que el hombre considere ingenuamente que puede prescindir de Dios, y ello lo ha llevado, en muchas oportunidades, a pretender desterrar a Dios del escenario del mundo y de la historia. No cabe la menor duda de que el hombre que renuncia a Dios, puede llegar a conocer los más ínfimos niveles de degradación humana, porque es en la línea de comunión con Dios –el referente fundamental- como el hombre puede llegar a conocer su realidad como misterio sublime que va más allá de lo que se puede aprehender.

 

Los religiosos somos hombres y mujeres que hemos sido llamados por Dios desde el corazón del mundo. “Estamos en el mundo, aunque no somos del mundo...” Sin embargo, a veces el mundo –tal y como lo concibe el Evangelio de San Juan- nos ha invadido en modo tal, que a pesar de haber sido escogidos y consagrados por el Señor, perdemos por completo nuestro sentido de pertenencia a Él. De una u otra manera, nos convertimos en personas incapaces de asumir la función crítica de la fe frente a las estructuras del mundo y de la sociedad y, de esta manera, terminamos por desterrar a Dios de la esfera individual –de nuestra vida personal- y de la esfera institucional –de nuestras comunidades e institutos-. Puede parecer absurdo y paradójico lo que vengo afirmando. Pero remito aquí a la sensatez en el discernimiento y la sinceridad en la captación de lo que se cuece en nosotros y en torno nuestro.

 

Hay que remitir a hechos concretos... La respuesta sincera y audaz a una pregunta, que tiene que ser formulada en el ámbito personal y en el institucional, nos puede iluminar sobre lo que vengo diciendo: ¿qué lugar ocupa la vida de oración de los religiosos? ¿Cuánto tiempo se dedica a la oración personal, en lo personal y en lo comunitario? Hace poco más de diez años, el entonces Maestro de la Orden de Predicadores, Fray Damián Byrne, nos suscribía una carta a toda la Orden, titulada “Sobre la vida común”. En esta carta, el Maestro de la Orden sometía a examen todos los elementos que conforman la vida religiosa, desde la perspectiva de la Orden de Predicadores. Al momento de tratar la vida de oración de los frailes, de una manera lacónica, pero muy valiente y audaz, el P. Byrne afirmaba: “los frailes andan muy ocupados en el trabajo del Señor, pero no del Señor del trabajo”. La afirmación es mucho más que un sofisticado juego de palabras. La afirmación, como tal, denota la constatación de lo que se ha dado en llamar “activismo”, como una manera de soslayar el imperativo de la oración y del trato asiduo con el Señor, bajo pretexto de una “vida comprometida” en el apostolado y en la evangelización.

 

No se puede desplazar la oración y el trato asiduo con el Señor, bajo el pretexto de una vida de compromiso apostólico... Sin la oración, indudablemente que todo compromiso evangelizador está viciado de raíz. Una pregunta más: ¿cuánto tiempo dedica un religioso o una religiosa a estar delante del computador, conectado a internet? Ya se han levantado numerosas voces en una sólida denuncia del computador y de internet como medios que ofrecen los paliativos más “seguros” para evadir la soledad profunda del corazón de no pocos religiosos. No nos podemos llamar a engaños. La peor de las mentiras es aquella se ante uno mismo se quiere hacer aparecer como verdad.

 

Los religiosos tenemos que recordar y tener siempre presente una de las últimas afirmaciones del Evangelista San Marcos, al final del capítulo 3 de su Evangelio: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar”. Sólo, única y exclusivamente, en la medida en que nos veamos envueltos por la Presencia de Dios; en la medida en que busquemos espacios y tiempos para estar a solas con él; en la medida en que caminemos en su Presencia, con los pies bien puestos sobre la tierra y el corazón en el cielo, entonces, sólo entonces, la vida religiosa será fecunda en el corazón del mundo.

 

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