La fe católica se sembró en Norteamérica con sangre de mártires

Santos mártires Juan de Brébeuf y Gabriel Lallemant (+1649)

Nacido en 1593 de familia noble normanda, Juan de Brébeuf ingresó a los veinte años en el noviciado jesuita de Rouen, donde se distinguió por su vida orante, penitente y humilde. Quiso ser Hermano coadjutor, y sólo por obediencia aceptó la ordenación sacerdotal. Ya ordenado, procuraba siempre emplearse en ayudar a los otros en sus trabajos, o en barrer, traer leña, y hacer de criado de todos. Acentuó su consagración religiosa con varios votos privados, como el de evitar toda falta venial, cualquier infracción de las reglas, y sobre todo el de no rehuir el martirio por amor a Cristo, si se daba la ocasión. Agraciado con altísimos dones de oración, tuvo visiones de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Virgen y de San José, y una gran familiaridad con los ángeles.

Muchas veces solicitó a su superiores ir a misiones, y concretamente a Nueva Francia, recuperada por los franceses recientemente. Por fin, como ya vimos, fue incluído en la primera expedición jesuita al Canadá, en 1625. A los 32 años de edad, cambiaba su vida de profesor por la de misionero. Se adaptó inmediatamente a su nueva dedicación, entregándose a ella en cuerpo y alma.

Después de algún tiempo de misión entre los algonquinos, fue destinado a Toanché, aldea de los hurones, pudo experimentar, como San Pablo, que en la extrema debilidad del hombre halla ocasión de expresarse la plenitud del poder de Cristo (2Cor 12,9). Y así escribió: «¡Qué avenidas de consolación endulzan el alma cuando uno se ve abandonado de los salvajes, consumido por la calentura o a punto de morirse de hambre entre las selvas, y allí puede exclamar: Dios mío, por puro amor tuyo, por cumplir tu santa voluntad, me veo en esta situación!».

Expulsado por los ingleses en 1628, con todos los franceses, pidió volver tras la paz de Saint-Germain. Su regreso entre los hurones, cuya lengua había aprendido perfectamente, es descrito por él mismo: «Cuando me rodearon con tumultuosa alegría para darme la bienvenida, todos me saludaban por mi nombre, y uno me decía: ¿Es posible, sobrino mío, hermano mío, primo mío, que otra vez estés con nosotros?»…

Esta segunda misión fue más dura que la primera. La peste asolaba los poblados hurones, y el padre Brébeuf atiende especialmente a las aldeas más afectadas, Ihonatiria, Ossassane y Onerio. Los indios, atemorizados, piden al misionero que su Dios les salve. Él les explica qué han de hacer: «Primero, no debéis creer más en supersticiones; segundo, sólo podéis contraer matrimonio con una esposa; tercero, desterrad de los banquetes borracheras y desenfrenos; cuarto, deberéis dejar de comer carne humana; quinto, dejaréis de acudir a las fiestas que preparan los hechiceros convocando a los espíritus.

Los indios estimaron que las condiciones eran muy duras, y los hechiceros echaron la culpa de todas las calamidades a los misioneros. Algunos hurones, sin embargo, comenzaron a ver en aquellos hombres abnegados y valientes la imagen de Cristo. La misión de Ossossane, especialmente, llamada luego de la Inmaculada Concepción, floreció en el Evangelio. En 1641 unos 60 indios fueron bautizados, y siete años más tarde eran todos cristianos. Un misionero lloraba de alegría, años más tarde, cuando veía a los indios ir de madrugada a comulgar.

De todos modos, la situación de los misioneros, en general, era sumamente precaria en aquellas regiones, como puede apreciarse en las cartas del padre Brébeuf:

En una de 1636 dice: «¿Sería posible que pusiéramos nuestra confianza fuera de Dios en una región en la que, de parte de los hombres, nos falta todo? ¿Podríamos desear mejor ocasión de practicar la caridad que la que tenemos en las asperezas y dificultades de un mundo nuevo, al que ningún arte ni industria humana ha proporcionado comodidad alguna? ¿Y vivir aquí para llevar hacia Dios a hombres tan poco hombres que diariamente esperamos morir a manos de ellos, si se les ocurre, si les da un arrebato, si no los detenemos y no les abrimos el cielo a discreción, dándoles la lluvia y el buen tiempo según lo demanden?…

«Ciertamente, si el que es la Verdad misma no nos hubiera dicho de antemano que no hay amor mayor que morir una vez por los amigos, yo pensaría como igual, o más generoso, lo que decía el apóstol a los corintios: “Diariamente muero por vosotros, hermanos” [+1Cor 15, 31], llevando una vida tan penosa, en peligros tan frecuentes y ordinarios de morir inesperadamente; peligros que os proporcionan los mismos a los que queréis salvar…

«Termino este escrito diciendo lo siguiente: si en esta vida de sufrimientos y cruces que nos están preparadas, alguno se siente con tanta fuerza de lo alto que puede decir que esto es demasiado poco, o pido como san Francisco Javier: “Más, Señor, más”, espero que el Señor le hará decir también, en medio de las consolaciones que le dará, esta otra confesión, que será tanto para él que ya no podrá soportar más alegría: “Basta, Señor, basta”».

Y en 1637 escribe: «Estamos, quizá, ya a punto de derramar nuestra sangre e inmolar nuestra vida en servicio de nuestro buen Maestro Jesucristo… Suceda lo que suceda, le diré que todos los Padres esperan el resultado con gran tranquilidad y alegría de espíritu. En cuento a mí, puedo decir que nunca he tenido el menor miedo a morir por tal motivo. Pero todos sentimos tristeza al ver que estos pobres bárbaros cierran, por su malicia, la puerta al evangelio y a la gracia.

«Sea [el Señor] por siempre bendito por habernos destinado a esta tierra, entre otros mucho mejores que nosotros, para ayudarle a llevar su cruz. Hágase en todo su santa voluntad. Si quiere que muramos ahora, ¡enhorabuena para nosotros! Si quiere reservarnos para otros trabajos, bendito sea.

«Si le llega noticia de que Dios ha querido coronar nuestros pobres trabajos, o más bien nuestros deseos, bendiga al Señor; porque sólamente por Él es por quien deseamos vivir y morir, y es Él quien nos da la gracia para ello». Otros padres firmaron con él este testamento espiritual.

En 1638 llegó a la misión de la Inmaculada el padre Gabriel Lallemant, un hombre de aspecto más bien frágil. Nacido en París, en 1610, ingresó a los 20 años en el noviciado de la Compañía, fue procurador del Colegio de La Flèche, profesor de filosofía en el de Moulins, y prefecto en el de Bourges. En 1640, a los 30 años, se vió al frente de la principal misión jesuita entre los hurones, sustituyendo a Brébeuf que había tenido que retirarse a Quebec con una clavícula rota en un accidente. La vida de la misión fue adelante con paz y trabajo, hasta que en 1644 se produjo la revuelta de los iroqueses.

La violencia iroquesa, recrudecida en 1649, aprisiona a Brébeuf y Lallemant en la misión de San Ignacio, situada en la aldea de San Luis. Y se repite entonces una vez más la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Los indios les arrancaron las uñas, rompieron sus bocas con piedras, les cortaron pedazos de carne que, asados, comían ante ellos, quemaron sus lenguas, cortaron sus pies, desollaron sus cabezas, dejando el cráneo al descubierto. Y ellos siempre perdonando.

Un hurón renegado, blasfemando y riendo, echó sobre la cabeza del padre Brébeuf agua hirviendo: «Yo te bautizo para que seas feliz en el cielo; agradécemelo». El padre Lallemant, conducido a presenciar ese martirio, le dijo a Brébeuf la frase de San Pablo, tan querida para los antiguos mártires: «Padre, «hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres»» (1Cor 4,9). El 16 de marzo de 1649 un golpe de hacha consumaba la vida de Brébeuf. Y al día siguiente, después de padecer tormentos semejantes, el padre Lallemant perfeccionaba en Cristo crucificado la ofrenda de su vida.

En Quebec se conservan sus reliquias. Los restos de los demás mártires franco-canadienses no pudieron ser recogidos. De los apuntes espirituales de Jean de Brébeuf se conserva esta página impresionante, que podemos leer en el Oficio de lectura de su fiesta:

«Durante dos años he sentido un continuo e intenso deseo del martirio y de sufrir todos los tormentos por que han pasado los mártires… Mi Señor y Salvador Jesús ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de tu mano el cáliz de tus dolores, invocando tu nombre [Sal 115,4]. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mí dependa, a la gracia del martirio, si alguna vez, por tu misericordia infinita, me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo.

«Me obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento, con el máximo contento y alegría; por eso, mi amadísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo que merezca alcanzar de ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

«Dios mío ¡cuánto me duele el que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún convertido enteramente a ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún exterminado en ella! Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los tormentos que han de sufrir, con toda su ferocidad y crueldad, los cautivos en esta región, de buena gana me ofrezco a soportarlos yo solo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Más testimonios de jesuitas mártires en Norteamérica

Otros misioneros jesuitas mártires

Fueron 331 los jesuitas que en este siglo misionaron en la Nueva Francia -es decir, en regiones del Canadá y de Luisiana-. Y de ellos, muchos de los que se adentraron con los indios perdieron la vida. Concretamente, 32 jesuitas misioneros sucumbieron de muerte violenta, martirizados o víctimas de la caridad.

Santo mártir Antonio Daniel. -Nacido en Dieppe, en 1601, en 1621 estuvo en el noviciado jesuita de Rouen, y ya ordenado, fue destinado a la misión de los hurones. Llegó a Quebec en 1633 y participó en numerosas entradas misioneras entre los indios. Tenía una gracia especial para los niños. En el gran alzamiento iroqués de 1648 se hallaba en San José, una pequeña misión. Estaba celebrando misa cuando llegó el griterío de los iroqueses que se acercaban. Se quitó los ornamentos sagrados, bautizó por aspersión rápidamente al grupo de hurones que eran catecúmenos, facilitó su huída por una puerta trasera, y salió al encuentro de los iroqueses con una gran cruz alzada que tomó del altar. Abrazado a la cruz, murió atravesado por innumerables flechas.

Santos mártires Carlos Garnier y Natalio Chabanel. -Ambos jesuitas misionaron la tribu de los tabaqueros, y en la misión de San Juan Bautista, junto a la bahía de Nottawasaga, y fue allí donde hicieron a Dios la ofrenda de sus vidas y de sus muertes.

San Carlos Garnier nació en París, de familia distinguida, en 1606, entró en el noviciado con 18 años, y llegó al Canadá en 1636. Atractivo y bondadoso, de buen carácter, él decía que la Virgen María le había llevado en sus brazos hasta conducirlo a la Compañía de su Hijo Jesús. Fue muy querido por los indios.

San Natalio Chabanel, su compañero, era muy distinto. Nacido en 1613, acogió con esfuerzo, siendo profesor jesuita de filosofía y retórica, la orden de partir a misiones en 1643. Seis años pasó entre los hurones sufriendo una gran desolación interior, y sintiéndose un fracasado. Para vencer sus persistentes tentaciones de abandono, el Señor le inspiró hacer un voto heroico: permanecer hasta su muerte en la misión de los hurones. Ahí se acabaron sus dudas y desgarramientos interiores.

Por lo demás, no iba a durar mucho el tiempo de su prueba. El 6 de diciembre de 1649 recibe mandato de ir a la isla de San José, a donde se dirige acompañado por un grupo de indios, dejando sólo al padre Garnier en la misión de San Juan Bautista. Al día siguiente los iroqueses invaden la aldea y hieren de un tiro al padre Garnier mientras celebraba misa. Cuando se arrastraba para auxiliar a un moribundo, un indio le remató de dos hachazos en las sienes. A la expedición del padre Chabanel llegó el eco de la victoria de los iroqueses sobre los tabaqueros. Y uno de los hurones de su grupo lo mató, atribuyendo los males que estaban sufriendo a la presencia de los misioneros.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Primeras iniciativas misioneras de capuchinos y franciscanos en Norteamérica

Los misioneros capuchinos y franciscanos

Los capuchinos, unos pocos, que llegaron en 1632 hubieron de regresar a Europa. Otra expedición, conducida por el padre Pacífico de Provins, veterano misionero del Próximo Oriente, reunió en 1642 siete capuchinos al cuidado pastoral de varias estaciones de colonos. El padre Baltasar de París entró a los indios, y en 1648 había ya un grupo misionero de 12 sacerdotes y 5 hermanos. Pero en 1654, con el ataque de los puritanos ingleses, terminó la misión capuchina, que duró 22 años.

Los franciscanos, vetados por la Sociedad comercial que controlaba la zona, no pudieron misionar en la Nueva Francia hasta 1671, cuando la citada Sociedad fue suprimida, y la colonia pasó a depender de la corona francesa. Asumieron el cuidado pastoral de Trois-Rivières, isla Percée, en el golfo de San Lorenzo, y Fort Frontenac, en el lago Ontario. Abrieron noviciado en Quebec. También ellos, como los jesuitas, tuvieron varios mártires en sus misiones.

Varios franciscanos acompañaron al explorador La Salle, y llegaron en 1680 al río Illinois. Poco después el padre Gabriel de la Ribourde moría en manos de los kikapus. En 1687 el padre Zenobio Membré moría también acompañando a La Salle hacia Texas. El padre Nicolás Delhalle fue asesinado por los ottawas en 1706. El padre Leonardo Vatier fue muerto por los indios de Wisconsin en 1715. El padre Juan Martínez fue asesinado en 1720 por los indios de Misouri, en la Luisiana superior…

En el siglo XVII, en los años más duros de las misiones de la Nueva Francia, cuando aquellos santos jesuitas y otros religiosos misioneros sufrían atroces martirios, vivían en Quebec dos grandes santos: una monja de clausura y un obispo; y junto a Montreal una santa india. Recordemos la vida de los tres.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Se santificó en Canadá…

Beata María de la Encarnación (1599-1672)

Francesa, nació en 1599 María Guyart, de familia humilde, en Tours, y a pesar de sentir muy pronto la vocación religiosa, fue en 1617 dada en matrimonio al comerciante Claudio Martin, que murió a los dos años, dejándole un hijo, también llamado Claudio. Y aunque todavía hubo de trabajar un tiempo como administradora de una empresa de su cuñado, ya en 1621 hizo voto de virginidad perpetua. En esos mismos años, de trabajos y ajetreos, tuvo notables visiones de la Trinidad y del Verbo encarnado, recibiendo en 1627 la gracia mística del matrimonio espiritual. En 1631 ingresó, por fin, en las Ursulinas de Tours, en donde su vida mística alcanzó más altos vuelos.

En 1639, con la joven María de San José, pasó a las Indias para fundar en Quebec. Guardando allí clausura conventual, fue desde entonces el alma de las misiones en la Nueva Francia. Son años de altísima vida mística, reflejada en admirables escritos y en miles de cartas. María de la Encarnación, en medio de guerras y revueltas, incertidumbres y martirios, avances misionales y retrocesos, fue como el corazón de la Iglesia naciente, ayudando a unos, aconsejando a otros, y animando a todos.

Para entrar mejor en la vida misional, aprendió pronto las lenguas nativas, el iroqués, el montañés, el algonquino y el hurón, hasta el punto de que compuso diccionarios y catecismos. Uniendo a la oración y a la penitencia su palabra encendida, convertía con la gracia de Dios a las personas, llamándolas a perfección. Su mismo hijo Claudio llegó a ser un excelente benedictino, y escribió más tarde la biografía de su madre (París 1677).

En una ocasión confesaba la Beata: «Gracias a la bondad de Dios, nuestra vocación y nuestro amor por los indígenas jamás han disminuido. Yo los llevo en mi corazón e intento, muy dulcemente, mediante mis oraciones, ganarlos para el cielo. Existe siempre en mi alma un deseo constante de dar mi vida por su salvación» (Herencia 528).

María de la Encarnación murió en 1672 con gran fama de santidad. Declarada venerable en 1911, fue beatificada en 1980, como «Madre de la Iglesia católica en el Canadá» (AAS 73, 1981, 255).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Beatos poco conocidos del Canadá

Beato Francisco Montmerency-Laval (1623-1708)

De la familia Montmerency-Laval, una de las más distinguidas de Francia, nació Francisco en 1623, en Montigny-sur-Avre. Educado en los jesuitas de La Flèche, recibió la tonsura, pero a la muerte de su padre, aún tuvo que ocuparse de los asuntos y negocios de los suyos, como cabeza de familia. Ordenado sacerdote en 1647, fue designado archidiácono de Évreux, donde el obispo era tío suyo. Cuando en 1653 fue nombrado vicario apostólico de Tonkín, en Indochina, el viaje se hizo imposible, y se retiró cuatro años al Hermitage, en una escuela de espiritualidad abierta por Juan de Barnières.

Su vida misionera se inició en 1658, año en que fue designado vicario apostólico de la Nueva Francia y obispo titular de Petra. Llegó a Quebec al año siguiente, y en treinta años desarrolló una formidable actividad apostólica, organizando aquella Iglesia incipiente, luchando contra las tendencias galicanas de los gobernadores y defendiendo a los indios. A él se debe el Seminario de Quebec -universidad Laval, desde 1852-, y la erección de la diócesis en 1674, de la que fue primer obispo. Los últimos años de su vida los pasó retirado en el Seminario, donde murió en 1708 a los ochenta y cinco años.

Venerable desde 1960, y beatificado en 1980, «fue en Canadá lo que San Agustín en Bretaña, San Bonifacio en Germania, o Cirilo y Metodio en los pueblos eslavos» (AAS 73,1981, 256).

Beata Catalina Tekakwitha (1656-80)

Junto al río Hudson, en el estado actual de Nueva York, los holandeses fundaron en 1623 Fort Orange, que pasó al año siguiente a manos de los ingleses, con el nombre de Albany. Cerca de esta localidad, estaba Ossernon, donde en 1656 nació Tekakwitha de padre iroqués pagano y madre angolquina cristiana. Su nombre significaba «la que pone las cosas en orden».

Huérfana desde muy niña, fue recogida por un tío suyo, jefe de los mohawks. En la epidemia de 1660 contrajo la viruela, que desfiguró su rostro y disminuyó su vista. Conoció a los misioneros católicos en 1675 y al año siguiente fue bautizada, con el nombre de Catalina, por el jesuita Jacobo de Lamberville. Amenazada por su tío pagano, hubo de escaparse, caminó 200 millas por la nieve, y llegó a refugiarse en la misión de San Francisco Javier, cerca de Montréal, donde hizo la primera comunión.

Allí, en la familia que le hospedaba, llevó una vida laboriosa, servicial y humilde. Practicó duras penitencias y oraba largamente en el bosque, ante la cruz que había trazado en la corteza de un árbol. Inocente desde niña, hizo voto de virginidad en 1679, y murió al año siguiente, a los veinticuatro años. En 1943 fueron declaradas heroicas sus virtudes, y en 1980 fue beatificada esta «flor primera de los indios» del norte de América (AAS 73,1981, 256).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Conflictos entre Inglaterra y Francia y su impacto en la evangelización

Siglo XVIII

La colonias francesas se fueron desarrollando más y más por los Grandes Lagos, el Mississippi y las costas de la bahía del Hudson, zonas recorridas por los misioneros, los comerciantes y los «coureurs de bois», tratantes en pieles. Al mismo tiempos, las colonias inglesas iban acogiendo en las costas del Atlántico más y más inmigrantes, no sólo de ingleses, sino también de irlandeses, escoceses, alemanes y otros europeos.

Las tensiones entre franceses e ingleses, en las que se involucran naciones indias más o menos aliadas, acaban estallando en 1756 en la guerra de los Siete Años, cuyos efectos fueron decisivos. Cincuenta mil soldados ingleses, ayudados por los iroqueses, tras una guerra atroz, acaban eliminando casi por completo a los franceses. El Tratado de París, en 1763, pone fin a la presencia de Francia en América como potencia civilizadora y evangelizadora.

Esto supone un golpe muy duro para la acción misionera de la Iglesia Católica en el Norte de América. Cuando en esos años la colonia pasó a manos inglesas, las nuevas autoridades impusieron a los religiosos ciertas restricciones, como la de no recibir más novicios. Así, por ejemplo, en 1764 había en Canadá 22 franciscanos, de los cuales al menos 4 misionaban entre los indios abenakis, ottawas y hurones. Posteriormente, la misión franciscana se extinguió poco a poco. Sólo en 1890 regresaron los religiosos de San Francisco, y desde 1927 formaron provincia propia en la Orden.

Tanto los puritanos como los católicos eran perseguidos en la Inglaterra del XVI por sus creencias religiosas, y en América del norte buscaron una tierra de refugio. En 1634 se fundó una colonia para los católicos, Maryland, la tierra de María, y su capital, Baltimore, fue la primera sede episcopal de lo que había de ser Estados Unidos. De todos modos, la Corona inglesa limitó y controló la emigración de fieles y sacerdotes católicos a sus colonias americanas, y en el nuevo mundo los católicos fueron objeto durante largo tiempo de persecuciones, injusticias y marginaciones, hasta el punto de que llegó a prohibirse en todas las colonias la celebración de la misa.

Fue Maryland «la primera colonia en la que los ciudadanos tenían la libertad de practicar la religión de su opción sin padecer persecuciones del Estado» (Herencia 527). Todo eso explica que durante mucho tiempo los católicos, luchando por sobrevivir, apenas pudieron empeñarse en un trabajo misionero entre los indios.

Por otra parte, como hemos visto, cesa en 1763, con el Tratado de París, la presencia de Francia en América del norte, y con ella casi desaparece toda acción misionera entre los indios. Justamente es entonces cuando las Trece Colonias británicas, ávidas de tierras y de oro, van a ir eliminando progresivamente los diversos pueblos indios. Aunque en 1763 el gobierno inglés prohibe el avance de los colonos más allá de los Apalaches, reconociendo que los territorios del Oeste pertenecen a las naciones indias, el empuje de los colonos hacia el Oeste resulta incontenible. Shawnees y cherokees son expulsados de Kentucky y Tennessee.

Además, la rebelión de los colonos americanos contra el gobierno británico, iniciada en 1775, termina en 1783 con el Tratado de Versalles, en el que se reconoce la independencia de los Estados Unidos de América del Norte. La joven nación, afirmándose aún más en sí misma, acentúa sus aspiraciones territoriales, e impulsa con mayor fuerza el sometimiento o la eliminación de los pueblos indios. En 1784 los iroqueses han de ceder sus tierras de Ohío y del sur de los Grandes Lagos. En ese mismo año, el general Wayne destruye la gran confederación guerrera formada por delewares, ottawas, potawatomis, miamis, shawnees, chippewas y wyandots (hurones).

Con todo esto, la puerta a la colonización del lejano Oeste, Far West, queda abierta más y más al empuje incontenible de las caravanas de colonos pioneros. Los colonos se apoderan de praderas y bosques, excavan pozos, establecen molinos y serrerías, construyen cercados para el ganado, en tanto los indios retroceden desmoralizados ante la incontenible avidez posesiva y laboriosa de los blancos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Esta Margarita, creo que tú no la conoces

Santa Margarita de Youville (1701-71)

Los Obispos de los Estados Unidos, en su citada carta pastoral, ponen de relieve que en la evangelización de su país, además de los misioneros famosos, hay que recordar a «millones de personas que han transmitido la fe de una generación a otra en el seno de la familia. El crecimiento meteórico de la Iglesia en nuestro país es debido, en gran parte, a la inmigración masiva de católicos latinos o pertenecientes a ritos orientales, que han conservado su fe y, a su vez, la han transmitido a sus hijos… Todo lo que han vivido estos evangelizadores familiares -estos padres e hijos, estos abuelos y padrinos- no debe ser olvidado» (Fernández-Flórez, La herencia española… 531).

Concretamente, algunas santas madres de familia -como María de la Encarnación, Margarita de Youville, Isabel Seton, por ejemplo-, fueron más tarde alzadas por la Iglesia a los altares de la veneración cristiana.

Margarita de Youville nace en 1701 en Varennes, entre Quebec y Montreal, junto al majestuoso río San Lorenzo, de la familia noble Dufrost de Lajemmerais. Huérfana de padre a los siete años, la familia quedó en la ruina, y ella hubo de pasar por grandes trabajos. La mayor penalidad fue sin duda su matrimonio con Francisco de Youville, mujeriego, contrabandista de alcohol con los indios, y que apenas supo cuidar de los hijos que tuvieron.

Por fin, una vez viuda, pudo, bajo la dirección de los sulpicianos, entregarse con celo ilimitado al cuidado de los pobres, que eran muchos en aquellos años: inválidos, emigrantes sin fortuna, ancianos, enfermos, desarraigados. En 1738, con algunas compañeras, inicia la primera fundación religiosa canadiense, las Hermanas de la Caridad, que serían llamadas hermanas grises.

En aquella primera Iglesia del Canadá, tan centrada en la devoción a la Cruz, Santa Margarita da a sus hijas religiosas una espiritualidad muy bella y profunda, como hace notar Jacques Lewis: «Nosotras, decía ella, nos hemos desposado con los pobres, como miembros de Jesucristo, nuestro Esposo». Y «esta mística esponsal respecto a los miembros miserables de Cristo» ha de ser a su vez entendida «como una participación en la paternidad divina». Las religiosas de Margarita «han de sacar del Padre eterno el espíritu y las virtudes de su vocación. Al tomar el hábito, hacen un acto de consagración al Padre eterno, y después, toda su vida, recitan cada día las «letanías del Padre eterno». Dios Padre, fuente de todo bien, es la providencia de sus hijas, y a través de ellas, es la providencia de los necesitados. Bajo la acción del Padre, la hermana gris se une a Cristo, y en él desposa a los desagraciados y con Él se crucifica en favor de ellos» (Canada, en Dictionnaire de spiritualité, París 1963,V, 998-999; +BAC 186,1966, 622-628).

Una anécdota da idea del espíritu de esta santa mujer, canonizada por Juan Pablo II en 1991: cuando un incendio estaba arrasando su hospital de Montreal, con tanto esfuerzo conseguido, Santa Margarita y sus hermanas, ante las llamas, cantaban de todo corazón un Te Deum.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Historia de la primera santa nacida en territorio de los EEUU

Santa Isabel Seton (1774-1821)

Los Obispos estadounienses hacen notar que en su país uno de los factores más notables de aumento de la Iglesia católica han sido los convertidos. «Entre éstos, nadie es más notable que la primera persona nacida en los Estados Unidos que llegó a la santidad, Elizabeth Seton».

«Nacida en el año 1774 en Nueva York, fue educada como anglicana ferviente. Esposa, madre de cinco hijos, fue recibida en la Iglesia católica después de la muerte de su marido. Escribiendo después de este acontecimiento a un amigo no-católico, dijo ella de su nueva vida: «En lo que concierne a mi modo de vida, cada día que pasa se aumenta mi amor por él. Y en esta religión que vos llamáis locura, idiotez, gazmoñería, superstición, etc., yo encuentro la fuente de todo consuelo».

«Su amor al Evangelio y el interés que prestó a la educación de los hijos la llevó a abrir una escuela de niñas en Baltimore en el año 1808. Con el estímulo del arzobispo de Baltimore, John Carrol, fundó una comunidad de mujeres para instruir a los niños pobres. Las Hermanas de la Caridad fueron la primera comunidad religiosa fundada en los Estados Unidos, y su apostolado constituyó la vanguardia del movimiento escolar parroquial», tan importante en aquella nación (Herencia 529). Fue canonizada por Pablo VI en 1975.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un resumen de los comienzos de la Iglesia Católica en EEUU

Apóstoles y santos, a pesar de todo

En los agitados comienzos de los Estados Unidos de América, una vez más la Iglesia católica mostró la inagotable fecundidad apostólica que le comunica Cristo, su Esposo. Hoy sus Obispos, dando gracias a Dios, recuerdan algunos nombres que al evocar los hechos de los apóstoles de América no deben ser ignorados. Destacaremos aquí con ellos a algunos santos.

-Santa Filipina Rosa Duchesne (1769-1852). «Nacida en 1769 en una familia de la alta sociedad de Grenoble, Francia, su padre era un jurista eminente, miembro del Parlamento». Abandonando la lujosa vida de su familia, entró en las religiosas de la Visitación a los 19 años, pero hubo de abandonar el convento y volver a Grenoble por las persecuciones de la Revolución francesa. En 1804 ingresó «en la Sociedad del Sagrado Corazón, recientemente fundada. Bajo su dirección, un grupo tomó el camino de América en 1818 para trabajar entre las jóvenes. Durante los 34 años siguientes se ocupó de la fundación de seis escuelas a lo largo del Mississippi. Pasó uno de los últimos años de su vida entre los indios potawatomi, en Kansas».

-Beata Catalina Drexel (1858-1955). Hija de un rico banquero de Filadelfia, ella también «abandonó su vida de lujo para trabajar con dos grupos de americanos que habían sufrido mucho. Entregó de su fortuna grandes sumas para fundar escuelas en las reservas indias. En 1891, después de haber pasado un tiempo entre las Hermanas de la Misericordia, fundó las Hermanas del Santísimo Sacramento, para los indios y las personas de color. Fundó alrededor de 63 escuelas, y entre ellas la que se convirtió en la Xavier University, de Nueva Orleáns, la primera universidad católica en los Estados Unidos para los afroamericanos».

-San Juan Nopomuceno Neumann (1811-60). «Seminarista inmigrado de Bohemia, fue ordenado para trabajar entre los inmigrantes de lengua alemana de Nueva York. Después de un trabajo lleno de celo como sacerdote diocesano y después como redentorista, continuó su apostolado como obispo de Filadelfia, poniéndose al servicio de las comunidades de inmigrados y fundando escuelas parroquiales, hasta su muerte, en 1860».

-Santa Francisca Xavier Cabrini (1850-1917). Nacida en Sant’Angelo Logidiano, en la región lombarda de Italia, penúltima de once hermanos, después de ser maestra, funda a los treinta años para las misiones el instituto de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón. «A Nueva York llegó en 1889, y allí trabajó entre los inmigrantes italianos, fundando orfelinatos, escuelas, cursos de doctrina cristiana para adultos y el hospital Columbus. Su obra se extendió por otras ciudades de Estados Unidos» (Herencia 530). Murió a los sesenta y siete años, después de haber fundado personalmente en diversos países 67 casas, y habiendo reunido en el Instituto unas 2.000 hermanas.

Actualmente, gracias a estos y a tantos otros esfuerzos misioneros y pastorales, de los 250 millones de habitantes de los Estados Unidos, un 40% son católicos, y un 53% se reparten en diversas confesiones protestantes.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Toda la colección de Historia de la Iglesia en América

La semana pasada hemos terminado de publicar la impresionante colección de artículos que llevan por título “Hechos de los Apóstoles de América.” El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Lo ya publicado puede consultarse aquí.