Murmuraciones y temores en la expedición de Hernán Cortés

Acercándose ya a Tlaxcala, algunos soldados que en Cuba habían dejado haciendas, metidos más y más en el corazón de México, temiendo por sus propias vidas, comenzaron a murmurar en corrillos, recordando que habían ya perdido 55 compañeros desde que iniciaron la expedición. Aunque reconocían que Dios hasta ahora les había ayudado, pensaban «que no le debían tentar tantas veces», sino que convenía regresar a Veracruz y replegarse en el territorio totonaca, al menos hasta que Velázquez les enviara refuerzos. Finalmente, todo esto se lo dijeron a Cortés abiertamente.

«Y viendo Cortés que se lo decían algo como soberbios, les respondió muy mansamente», y después de recordar las grandes hazañas cumplidas entre todos, con él siempre en la vanguardia -lo que era innegable-, les añadió: «He querido, señores, traeros esto a la memoria, que pues Nuestro Señor fue servido guardarnos, tuviésemos esperanza que así había de ser adelante; pues desde que entramos en la tierra en todos los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procuramos de deshacer sus ídolos. Encaminemos siempre todas las cosas a Dios y seguirlas en su santo servicio será mejor… [Él ] nos sostendrá, que vamos de bien en mejor». Por otra parte, si retrocedieran, Moctezuma «enviaría sus poderes mexicanos contra ellos [los totonacas], para que le tornasen a tributar, y sobre ellos darles guerra, y aun les mandara que nos la den a nosotros» (cp.69).

No había otra sino seguir adelante.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Cempoala y los calpixques aztecas

Llega un día a los españoles una embajada de totonacas, con ofrendas florales y obsequios, enviada por el cacique gordo de Cempoala -así llamado en las crónicas-. El cacique en seguida, «dando suspiros, se queja reciamente del gran Montezuma y de sus gobernadores», y Cortés le responde que tenga confianza: «el emperador don Carlos, que manda muchos reinos, nos envía para deshacer agravios y castigar a los malos, y mandar que no sacrifiquen más ánimas; y se les dio a entender otros muchas cosas tocantes a nuestra santa fe» (Bernal cp. 45).

Pero el cacique gordo y los suyos estaban aterrorizados por los aztecas, y «con lágrimas y suspiros» contaban cómo «cada año les demandaban muchos hijos e hijas para sacrificar, y otros para servir en sus casas y sementeras; y que los recaudadores [calpixques] de Montezuma les tomaban sus mujeres e hijas si eran hermosas, y las forzaban; y que otro tanto hacían en toda aquella tierra de la lengua totonaque, que eran más de treinta pueblos».

En estas conversaciones estaban cuando llegaron cinco calpixques de Moctezuma, y a los totonacas « desde que lo oyeron, se les perdió la color y temblaban de miedo». Pasaron, majestuosos, ante los españoles aparentando no verlos, comieron bien servidos, y exigieron «veinte indios e indias para sacrificar a Huichilobos, porque les dé victoria contra nosotros» (cp.46). Cortés, ante el espanto de los totonacas, mandó que no les pagaran ningún tributo, más aún, que los apresaran inmediatamente.

Cuando lo hicieron, en seguida se difundió la noticia por la región, y «viendo cosas tan maravillosas y de tanto peso para ellos, de allí en adelante nos llamaron teúles, que es dioses, o demonios» (cp.47). Entonces los totonacas, con el mayor entusiasmo, resolvieron sacrificar a los recaudadores, pero Cortés lo impidió, poniendo a éstos bajo la guardia de sus soldados. Y por la noche, secretamente, liberó a dos de ellos, para que contasen lo sucedido a Moctezuma, y le asegurasen que él era su amigo y que cuidaría de los tres calpixques restantes…

El terror que los guerreros y recaudadores aztecas suscitaban en todos los pueblos sujetos al imperio de Moctezuma era muy grande. De ahí que la acción de Cortés, sujetando a los calpixques en humillantes colleras que los totonacas tenían para sus esclavos, fue la revelación de una verdadera libertad posible.


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Tabasco y la victoria de la Virgen

El 12 de marzo de 1519 fondean en Tabasco, al oeste de Yucatán, y a los requerimientos y teologías de los españoles, los indios responden esta vez con una lluvia de flechas. Los estampidos de las armas españolas y sus caballos les hicieron cambiar de opinión, y también, según López de Gómara, la intervención de Santiago apóstol a caballo, que el bueno de Bernal Díaz niega con ironía (cp.34).

Ya en tratos de paz, Cortés les pide a los indios dos cosas: la primera, que vuelvan a las casas los que huyeron, como así se hizo; y «lo otro, que dejasen sus ídolos y sacrificios, y respondieron que así lo harían». En seguida, Cortés les habló del Dios verdadero, de la santa fe, de la Virgen, «lo mejor que pudo». Los de Tabasco se declararon dispuestos a ser vasallos de Carlos I, y ofrecieron presentes de oro y veinte mujeres, entre ellas Doña Marina, que, con otros, se bautizó; ella conocía la lengua de Tabasco y la de México. Finalmente, se hizo un altar, y los indios, muy atentos, vieron aquellos guerreros barbudos vestidos de hierro adoraban una cruz de maderos, hacían procesión con ramos festivos, y se arrodillaban ante «una imagen muy devota de Nuestra Señora con su hijo precioso en los brazos; y se les declaró que en aquella santa imagen reverenciamos, porque así está en el cielo y es Madre de Nuestro Señor Dios». Al lugar se le puso el nombre de Santa María de la Victoria (cp.36).

Todo esto llegaba a oídos de Moctezuma, el cual «despachó gente para el recibimiento de Quetzalcóatl, porque pensó que era el que venía», y a sus mensajeros les instruyó con cuidado: «veis aquí estas joyas que le presentaréis de mi parte, que son todos los atavíos sacerdotales que a él le convienen» (Sahagún 12,3-4). El tlatoani azteca «no podía comer ni dormir», y envió hechiceros que probaran con los españoles sus poderes, pero fue inútil. Entonces «comenzó a temer y a desmayarse y a sentir gran angustia» (12,6-7).

Los españoles se hacen a la mar, siempre hacia México, llegan a San Juan de Ulúa, fundan Villa Rica de la Vera Cruz, nombre significativo, que une el oro al Evangelio de Cristo…


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Primera misa en Cozumel

Cortés y los suyos, llegados a la isla de Cozumel, en la punta de Yucatán, en su primer contacto con lo que sería Nueva España, visitaron un templo en el que estaban muchos indios quemando resina, a modo de incienso, y escuchando la predicación de un viejo sacerdote. Allá estuvieron mirándolo, cuenta Bernal Díaz, a ver en qué paraba «aquel negro sermón»…

Melchorejo le iba traduciendo a Cortés, que así supo que «predicaba cosas malas». Se reunió entonces el Capitán con los principales y por el intérprete les dijo «que si habían de ser nuestros hermanos que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos y les hacían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus ánimas. Y que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les dio, y una cruz. Y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien dichas».

El papa, sacerdote, y los caciques respondieron que adoraban «aquellos dioses porque eran buenos, y que no se atrevían ellos hacer otra cosa, y que se los quitásemos nosotros, y veríamos cuánto mal nos iba de ello, porque nos iríamos a perder en la mar». No conocían a Cortés, al decir esto. «Luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, y así se hizo. Y luego mandó traer mucha cal, y se hizo un altar muy limpio» donde pusieron una cruz y una imagen de la Virgen, «y dijo misa el Padre que se decía Juan Díaz, y el papa y cacique y todos los indios estaban mirando con atención» (cp.27).

Métodos apostólicos tan expeditivos -¡y tan arriesgados!- se mostraron sumamente eficaces para manifestar a los naturales la absoluta vanidad de sus ídolos, y recuerdan los procedimientos misioneros empleados en la Germania pagana por San Wilibrordo y sus compañeros, cuando, con el mismo fin, destruyeron santuarios paganos y se atrevieron a bautizar en manantiales tenidos por sagrados. Tiene razón Madariaga cuando dice que «no hay quien lea este episodio sin sentir la fragancia de la nueva fe: la madre y el niño, símbolos de ternura y debilidad, en vez de los sangrientos y espantosos dioses» (133). En Cozumel se inició la evangelización de México.


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Hernán Cortés, conductor de una altísima empresa

En las Instrucciones que el Gobernador Diego Velázquez dió en Cuba a Hernán Cortés, cuando éste partía en 1518 hacia México, la finalidad religiosa aparece muy acentuada entre los varios motivos de la expedición: «Pues sabéis, le dice, que la principal cosa [por la que] sus Altezas permiten que se descubran tierras nuevas es para que tanto número de ánimas como de innumerable tiempo han estado e están en estas partes perdidas fuera de nuestra santa fe, por falta de quien de ella les diese verdadero conocimiento; trabajaréis por todas las maneras del mundo… como conozcan, a lo menos, faciéndoselo entender por la mejor orden e vía que pudiéredes, cómo hay un solo Dios criador del cielo e de la tierra… Y decirles heis todo lo demás que en este caso pudiéredes» (Gómez Canedo 27).

Este intento estaba realmente vivo en el corazón de Cortés, que en el cabo San Antonio, antes de echarse a la empresa, arengaba a sus soldados diciendo: «Yo acometo una grande y hermosa hazaña, que será después muy famosa, que el corazón me da que tenemos de ganar grandes y ricas tierras, mayores reinos que los de nuestros reyes… Callo cuán agradable será a Dios nuestro Señor, por cuyo amor he de muy buena gana puesto el trabajo y los dineros…, que los buenos más quieren honra que riqueza. Comenzamos guerra justa y buena y de gran fama. Dios poderoso, en cuyo nombre y fe se hace, nos dará victoria» (López de Gómara, Conquista p.301).

También el franciscano Motolinía considera la conquista como guerra justa y buena, sin que por ello apruebe los excesos que en ella se hubieran dado. Así, en su carta a Carlos I, en 1555, defendiendo contra las acusaciones de Las Casas el conjunto de lo hecho, recuerda al Emperador que los mexicanos «para solenizar sus fiestas y honrar sus templos andaban por muchas partes haciendo guerra y salteando hombres para sacrificar a los demonios y ofrecer corazones y sangre humana; por la cual causa padecían muchos inocentes, y no parece ser pequeña causa de hacer guerra a los que ansí oprimen y matan los inocentes; y éstos con gemidos y clamores clamaban a Dios y a los hombres ser socorridos, pues padecían muerte tan injustamente, y esto es una de las causas, como V. M. sabe, por la cual se puede hacer guerra».

Es ésta una doctrina del padre Vitoria, como ya vimos (54), formulada en 1539. En nuestra opinión, es hoy ésta la razón que se estima más válida para justificar la conquista de América. Actualmente las naciones, según el llamado deber de injerencia, se sentirían legitimadas para entrar y sujetar a un pueblo que hiciera guerras periódicas para someter a sus vecinos y procurarse víctimas, y que sacrificara anualmente a sus dioses decenas de miles de prisioneros, esclavos, mujeres y niños.


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Un perfil de Hernán Cortés

Extremeño, nacido en 1485 en Medellín, de padres hidalgos, inició Cortés sus estudios en Salamanca, los dejó pronto, dicen que bachiller, y en 1504 se embarcó para las Indias. Escribano en Santo Domingo, dado a sus negocios, fue siempre «algo travieso con las mujeres», como dice Bernal Díaz (cp.204). Refiere Francisco Cervantes de Salazar, que estando un día enfermo -digamos, de un cierto mal-, soñó Cortés «que había de comer con trompetas o morir ahorcado», y así lo dijo a sus amigos (2,17: Madariaga 71). Presiente extrañamente la acción y la gloria.

A los 26 años está en Cuba, como secretario del gobernador Velázquez, al mismo tiempo que cría ganado, mostrando sus dotes de empresa. Alcalde de Santiago a los 33 años, siendo uno de los hombres más prósperos y mejor relacionados de la isla, se hace con el mando de una expedición autorizada, más o menos, por Velázquez, y financiada en gran parte por el propio Cortés. Recala primero en Trinidad, y el 10 de febrero de 1519, se hace a la vela hacia México con once navíos, quinientos ochenta soldados y capitanes, cien marineros, dieciséis caballos y diez cañones. Era el año ce áctl de la era mexicana.

Bernal, soldado y compañero, describe a Cortés como alto y bien proporcionado, dando en todo señales de gran señor, «de muy afable condición en el trato con todos sus capitanes y compañeros», algo poeta, latino y elocuente, «buen jinete y diestro de todas las armas», «muy porfiado, en especial en las cosas de la guerra», algo jugador y «con demasía dado a las mujeres». Era, por otra parte, hombre muy religioso. «Rezaba por las mañanas en unas Horas e oía misa con devoción. Tenía por su muy abogada a la Virgen María Nuestra Señora», y era limosnero, sumamente sufrido, el primero en trabajos y batallas, sumamente alerta y previsor (cp.204).

Mendieta, conociendo las flaquezas de este Capitán, señala sin embargo que él fue ciertamente elegido por la Providencia divina para «abrir la puerta y hacer camino a los predicadores de su Evangelio en este nuevo mundo», en aquellos años trágicos en que media Europa, conducida por Lutero, se alejaba de la Iglesia, «de suerte que lo que por una parte se perdía, se cobrase por otra». De hecho, Lutero emprendió en 1519 su predicación contra la Iglesia, y en ese año inició Cortés la conquista de la Nueva España. También señala Mendieta otra significativa correspondencia: «el año en que Cortés nació, que fue el de 1485, se hizo en la ciudad de México [en realidad en 1487] una solemnísima fiesta en dedicación del templo mayor [el de Huichilobos], en la cual se sacrificaron ochenta mil y cuatrocientas personas» (Historia III,1).


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La vuelta de Quetzalcóatl

Antiguas tradiciones de México, según el noble mestizo Fernando de Alva Ixtlilxochitl, hablaban de Quetzalcóatl, «hombre justo, santo y bueno», que en tiempo inmemorial vino a los aztecas «enseñándoles por obras y palabras el camino de la virtud, y evitándoles los vicios y pecados, dando leyes y buena doctrina». Predicó especialmente en la zona de Cholula, y «viendo el poco fruto que hacía con su doctrina, se volvió por la misma parte donde había venido, que fue por la de oriente», asegurando antes de irse que «en un año que se llamaría ce ácatl volvería, y entonces su doctrina sería recibida, y sus hijos serían señores y poseerían la tierra». Quetzalcóatl «era hombre bien dispuesto, de aspecto grave, blanco y barbado». Su nombre, literalmente, «significa sierpe de plumas preciosas; por sentido alegórico, varón sapientísimo». Más tarde, en Cholula «edificaron un templo a Quetzalcóatl, a quien colocaron por dios del aire» (Historia de la nación chichimeca cp.1). El año aludido, ce ácatl, era el 1519.

Bernardino de Sahagún, por otra parte, recogiendo informes de los indios, cuenta que el año calli, es decir 1509, fue en México un año fatídico, en el que se produjeron extrañas señales, misteriosos y alarmantes presagios: se incendia el cu de Huitzilopochtli, sin que nadie sepa la causa, atraviesa los cielos un cometa desconocido, se levantan las aguas de México sin viento alguno, se oyen voces en el aire… «Moctezuma espantóse de esto, haciendo semblante de espantado», procura la soledad, interroga a adivinos y astrólogos (VIII,6)… Es el año 1509.

Un día, finalmente, según la Crónica mexicana de Fernando de Alvarado Tezozómoc, se presenta ante Moctezuma un macehual, un hombre del pueblo, comunicando con el mayor respeto que en la orilla del mar de oriente «vide andar en medio de la mar una sierra o cerro grande, y esto jamás lo hemos visto». Verificada la increíble noticia, confirman al tlatoani que, efectivamente, «han venido no sé que gente, las carnes de ellos muy blancas,y todos los más tienen barba larga» (León-Portilla, Crónicas indígenas cp.2).

Una vez más los nigrománticos defraudan al tlatoani: «¿qué podemos decir?», y éste, perdiendo ya los nervios, manda arrasar sus casas y matar sus familias. «Se juntaron luego, y fueron a las casas de ellos, y mataron a sus mujeres, que las iban ahogando con unas sogas, y a los niños iban dando con ellos en las paredes haciéndolos pedazos, y hasta el cimiento de las casas arrancaron de raíz» (cp.2).

Moctezuma, hombre profundamente religioso, como guardián del reino y del culto, «quedó lleno de terror, de miedo. Y todo el mundo estaba muy temoroso. Había gran espanto y había terror. Se discutían las cosas, se hablaba de lo sucedido… Los padres de familia dicen: ¡Ay, hijitos míos! ¿Qué pasará con vosotros?… ¿Cómo podréis vosotros ver con asombro lo que va a venir sobre vosotros?… Moctezuma estaba para huir, tenía deseos de huir; anhelaba esconderse huyendo, estaba para huir. Intentaba esconderse»… Pero los blancos barbados se aproximan más y más a Tenochtitlán, y el tlatoani «no hizo más que esperarlos. No hizo más que resignarse; dominó finalmente su corazón, se recomió en su interior, lo dejó en disposición de ver y de admirar lo que habría de sucedir» (cp.4).

Ya toda resistencia a lo que fatalmente había de suceder era inútil. «Había vuelto Quetzalcóatl. Ahora se llamaba Hernán Cortés» (Madariaga, Cortés 27).


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El enigma de los contrastes del mundo azteca

Quienes se asoman al mundo del México prehispánico no pueden menos de quedarse admirados de lo bueno, horrorizados de lo malo, y finalmente perplejos, al no saber cómo conciliar lo uno y lo otro. ¿Cómo es posible que en medio de tantas atrocidades se produjeran a veces, en los mismos que las realizaban, elevaciones espirituales tan considerables? (+L. Séjourné, Pensamiento 21). Es un misterio… Se desvanecería el enigma si tales elevaciones fueran sólo aparentes, pero resulta muy difícil dudar de su veracidad.

Ciertos rasgos de nobleza espiritual parecen indudables y relativamente frecuentes. Recordemos en aquellos primitivos pueblos mexicanos el sentido profundo de una transcendencia religiosa que impregnaba toda la vida, el sentido respetuoso de la autoridad familiar y social, la conciencia de pecado, las severas prácticas penitenciales comunes al pueblo o las excepcionales realizadas por algunos -como el llamado ayuno teuacanense de algunos jóvenes: cuatro años de oración, de celibato y de abstinencia rigurosa (Hernández, Antigüedades III,17)-, las oraciones bellísimas alzadas frecuentemente a los dioses… ¿Cómo relacionar todo esto con tantos otros errores y crímenes?

La clave del enigma está en que los mexicanos profesaban sinceramente una religiosidad falsa. La profundidad de su religiosidad, frente al Absoluto de unas divinidades superiores a lo humano, explica lo mucho que en ellos había de noble y admirable: es la presencia misericordiosa de Dios, que también actúa allí donde los hombres le buscan y apenas le conocen (+Hch 10,34-35). Y la falsedad de su religiosidad es lo que explica el abismo de los horrores diabólicos y de las supersticiones ignominiosas en el que estaban hundidos.


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Poligamia entre los aztecas

Cuenta Motolinía que en México «todos se estaban con las mujeres que querían, y había algunos que tenían hasta doscientas mujeres. Y para esto los señores y principales robaban todas las mujeres, de manera que cuando un indio común se quería casar apenas hallaba mujer» (I,7, 250).

Del tlatoani Moctezuma cuenta López de Gómara que en Tepac, el palacio en que normalmente residía, «había mil mujeres, y algunos afirman que tres mil entre señoras y criadas y esclavas; de las señoras, que eran muy muchas, tomaba para sí Moctezuma las que bien le parecía; las otras daba por mujeres a sus criados y a otros caballeros y señores; y así, dicen que hubo vez que tuvo ciento y cincuenta preñadas a un tiempo, las cuales, a persuasión del diablo, movían, tomando cosas para lanzar las criaturas, o quizá porque sus hijos no habían de heredar» (Conquista p.344; +Francisco Hernández, Antigüedades I,9)…


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Duras realidades del mundo azteca antes de la llegada de los españoles

Como hemos dicho, en casi todos los meses del año, religiosamente ordenado por el Calendario azteca, se realizaban en México muy numerosos sacrificios humanos. Fray Juan de Zumárraga, arzobispo de México, en una carta de 1531 dirigida al Capítulo franciscano reunido en Tolosa, dice que los indios «tenían por costumbre en esta ciudad de México cada año sacrificar a sus ídolos más de 20.000 corazones humanos» (Mendieta V,30; +Trueba, Cortés 100). Eso explica que cuando Bernal Díaz del Castillo visitó el gran teocali de Tenochtitlán, aunque era soldado curtido en tantas peleas, quedó espantado al ver tanta sangre:

«Estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente… En los mataderos de Castilla no había tanto hedor» (cp.92).

Bernardino de Sahagún, franciscano llegado a México en 1529, donde vivió sesenta años, en su Historia General de las cosas de la Nueva España (lib.II), describe detalladamente el curso de los diversos cultos rituales que se celebraban en cada uno de los 18 meses, de 20 días cada uno. Por él vemos que a lo largo del año se celebraban sacrificios humanos según una incesante variedad de motivos, dioses, ritos y víctimas. En el mes 1º «mataban muchos niños»; en el 2º «mataban y desollaban muchos esclavos y cautivos»; en el 3º, «mataban muchos niños», y «se desnudaban los que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes pasado»; en el 4º, como venían haciendo desde el mes primero, seguían matando niños, «comprándolos a sus madres», hasta que venían las lluvias; en el 5º, «mataban un mancebo escogido»; en el 6º, «muchos cautivos y otros esclavos»…

Y así un mes tras otro. En el 10º, «echaban en el fuego vivos muchos esclavos, atados de pies y manos; y antes que acabasen de morir los sacaban arrastrando del fuego, para sacar el corazón delante de la imagen de este dios»… En el 17º mataban una mujer, sacándole el corazón y decapitándola, y el que iba delante del areito [canto y danza], tomando la cabeza «por los cabellos con la mano derecha, llevábala colgando e iba bailando con los demás, y levantaba y bajaba la cabeza de la muerta a propósito del baile». En el 18º, en fin, «no mataban a nadie, pero el año del bisiesto que era de cuatro en cuatro años, mataban cautivos y esclavos». Los rituales concretos -vestidos, danzas, ceremoniales, modos de matar- estaban muy exactamente determinados para cada fiesta, así como las deidades que en cada solemnidad se honraban.

Fray Bernardino de Sahagún, tras escuchar a múltiples informantes indios, consigna fríamente todos sus relatos -en los que a veces se adivinan cantilenas destinadas a ser retenidas en la memoria, para mejor recordar los ritos exactos-, y finalmente exclama: «No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y espanto; y ciertamente es cosa lamentable y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio que los padres, por sugestión del demonio, maten y coman a sus hijos, sin pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello hacían gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguedad, que en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad de los padres, los cuales derramaban muchas lágrimas y con gran dolor de sus corazones la ejercitaban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo Satanás, el cual con malignísima astucia los persuadió a tan infernal hazaña. ¡Oh Señor Dios, haced justicia de este cruel enemigo, que tanto mal nos hace y nos desea hacer! ¡Quitadle, Señor, todo el poder de empecer!» (lib.II, cp.20).


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Sacrificios humanos entre los aztecas

Huitzilopochtli

El espanto mayor iban a tenerlo [los españoles llegados a lo que hoy es México] en Tenochtitlán, en el corazón mismo del imperio azteca. Aquel imperio formidable, construído sobre el mesianismo religioso azteca, tenía, como hemos visto, un centro espiritual indudable: el gran teocali de Tenochtitlán, desde el cual imperaba Huitzilopochtli. Este ídolo temible, que al principio había recibido culto en una modesta cabaña, y posteriormente en templos más dignos, finalmente en 1487, cinco años antes del descubrimiento de América, fue entronizado solemnemente en el teocali máximo del imperio.

Durante cuatro años, millares de esclavos indios lo habían edificado, mientras el emperador Ahuitzotl guerreaba contra varios pueblos, para reunir prisioneros destinados al sacrificio. La pirámide truncada, de una altura de más de 70 metros, sostenía en la terraza dos templetes, en uno de los cuales presidía el terrible Huitzilopochtli, y en el otro Tezcalipoca. Ciento catorce empinados escalones conducía a la cima por la fachada principal labrada de la pirámide. En torno al templo, muchos otros palacios y templos, el juego de pelota y los mercados, formaban una inmensa plaza. En lo alto del teocali, frente al altar de cada ídolo, había una piedra redonda o téchcatl, dispuesta para los sacrificios humanos.

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El lado siniestro del mundo pagano azteca

Según narra Bernal Díez del Castillo, los soldados españoles, primero en Campeche, en 1517, al oeste del Yucatán, y pronto a medida que avanzaban en sus incursiones, fueron conociendo el espanto de los templos de los indios, donde se sacrificaban hombres, y el horror de los sacerdotes, papas, «los cabellos muy grandes, llenos de sangre revuelta con ellos, que no se pueden desparcir ni aun peinar»… Allí vieron «unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos [imágenes] de serpientes y culebras grandes, y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre» (cp.3). En una isleta «hallamos dos casas bien labradas, y en cada casa unas gradas, por donde subían a unos como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses. Y allí hallamos sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes de las casas llenas de sangre» (cp.13). Lo mismo vieron no mucho después en la isla que llamaron San Juan de Ulúa (cp.14). Eran escenas espantosas, que una y otra vez aquellos soldados veían como testigos asombrados.

Avanzando ya hacia Tenochtitlán, la capital azteca, hizo Pedro de Alvarado una expedición de reconocimiento, con doscientos hombres, por la región de Culúa, sujeta a los aztecas. Y «llegado a los pueblos, todos estaban despoblados de aquel mismo día, y halló sacrificados en unos cúes [templos] hombres y muchachos, y las paredes y altares de sus ídolos con sangre, y los corazones presentados a los ídolos; y también hallaron los cuchillazos de pedernal con que los abrían por los pechos para sacarles los corazones. Dijo Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas, y que dijeron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron mucho de tan grandes crueldades. Y dejemos de hablar de tanto sacrificio, pues desde allí adelante en cada pueblo no hallábamos otra cosa» (cp.44).

Por otra parte, como hace notar Alvear Acevedo, hay que tener en cuenta que «la guerra, la conquista y el sometimiento de otros pueblos, tenían motivos económicos y políticos, pero también razones religiosas de búsqueda de prisioneros para su inmolación» (87). En todo caso, a principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma, el gran tlatoani (de tlatoa, el que habla), recibía tributo de 371 pueblos. Cada semestre, pasaban los recaudadores o calpixques a recoger los impuestos que en especies y cuantías estaban perfectamente determinados. Así era el gran imperio azteca, y el náhuatl era su lengua.

Esta ambiciosa política guerrera de los aztecas trajo una muy precaria paz imperial entre los pueblos, pues, como señala Motolinía, «todos andaban siempre envueltos en guerra unos contra otros, antes que los Españoles viniesen. Y era costumbre general en todos los pueblos y provincias, que al fin de los términos de cada parte dejaban un gran pedazo yermo y hecho campo, sin labrarlo, para las guerras. Y si por caso alguna vez se sembraba, que era muy raras veces, los que lo sembraban nunca lo gozaban, porque los contrarios sus enemigos se lo talaban y destruían» (III,18, 450).


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Los aztecas, dominadores de muchos pueblos

El mesianismo azteca tenía sus fundamentos en el gremio sacerdotal y en una formidable casta de guerreros. De este modo la potencia del pueblo azteca fue sujetando poco a poco bajo su dominio a muchos pueblos y señoríos. Los embajadores aztecas, con grandiosa pompa y acompañamiento, visitaban estos pueblos y les invitaban a ser súbditos. La embajada de Tenochtitlán era la primera. Si no bastaba, seguía la de Texcoco, y si tampoco ésta conseguía el objetivo, a la embajada de Tlacopan correspondía el ultimatum, la última advertencia. Una vez sujetada la ciudad o provincia por la razón o la fuerza guerrera, se procedía a las ceremoniosas negociaciones, en las que se fijaban los tributos (Soustelle 203-213). Los pueblos sujetos conservaban normalmente sus propios señores y leyes, sus idiomas, costumbres y dioses, aunque habían de reconocer también al dios nacional azteca.

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Principales cualidades de los indios

Las cualidades de los indios mexicanos impresionaron a los primeros españoles quizá aún más que sus vicios y horribles supersticiones. Un franciscano, por ejemplo, de la primera evangelización, Motolinía, habla muchas veces de los indios de México con verdadero entusiasmo. En su Historia de los indios de la Nueva España, aunque se refiere generalmente a indios recién cristianos -la termina en 1541-, refleja también en buena parte lo que aquellos indios ya eran antes del Evangelio:

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Religiosidad y criterio moral entre los aztecas

Cuando los españoles entraron en México, fueron descubriendo pueblos profundamente religiosos, en los que la religiosidad era propiamente la forma fundamental de la existencia individual y familiar, social y política. Tenían, aunque politeístas, alguna idea de un Dios superior, creador de todo, inmortal e invisible, sin principio ni fin (Hunab Ku, para los mayas, Pije Tao para los zapotecas…) También tenían cierta noticia de una retribución final tras la muerte, y practicaban, concretamente los mayas y aztecas, una ascética religiosa severa, con oraciones, ayunos y rigurosas mortificaciones sangrientas.

Las oraciones aztecas que nos han llegado son realmente maravillosas en la profundidad de su sentimiento y en la pureza de su idea: «¡Oh valeroso señor nuestro, debajo de cuyas alas nos amparamos y defendemos y hallamos abrigo! ¡Tú eres invisible y no palpable,bien así como la noche y el aire! ¡Oh, que yo, bajo y de poco valor, me atrevo a parecer delante de vuestra majestad!… Pues ¿qué es ahora, señor nuestro, piadoso, invisible, impalpable, a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el regimiento de todo el orbe, a quien todo está sujeto, qué es lo que habéis determinado en vuestro divino pecho?» (Sahagún VI,1)…

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Cómo era la capital de los aztecas

La capital del imperio azteca era Tenochtitlán, construída en una laguna, y consagrada en 1325 con la dedicación, en su mismo centro, de un grandioso templo piramidal o teocali (de teotl, dios, y cali, casa).

Cuando en noviembre de 1519 los españoles avistaron por primera vez aquella ciudad formidable, una de las mayores del mundo en aquella época, quedaron realmente asombrados… «Desde que vimos cosas tan admirables -cuenta el soldado Bernal Díaz del Castillo-, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas… y por delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp.88)…

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